viernes, 31 de mayo de 2013

PÁGINAS EN BLANCO


Que un libro refleja la vida se evidencia en la expresión cotidiana “pasar página”. Ese dejar atrás lo que fue para aventurarnos en lo que podrá ser. Aunque el filósofo francés Michel Serres dijo que no existimos sin un relato de nosotros mismos, ahora más que nunca es oportuno preguntarse si estamos ante un relato por escribir o ante la fatalidad de un montón de hojas en blanco por delante. Porque convendrán que los tiempos actuales parecen empeñarse en someter al homo sapiens a una impúdica desnudez, precariamente camuflada por funestas regresiones históricas. Este siglo XXI en el que la humanidad sigue siendo vulnerable al problema de la supervivencia, especialmente agravado por una estupidez en forma de obligaciones y cargas superficiales, que aparecen ridículamente como imprescindibles para sostener un cierto decoro de ciudadanía.

Serres escribe que estamos ante una nueva humanidad, a pesar de que las nuevas tecnologías sean demasiado antiguas en sus objetivos y alcances, y extraordinariamente nuevas en sus realizaciones. Precisamente en un momento en el que el conjunto de las ciencias ha dado lugar a un gran discurso, que se desarrolla como un río que constituye actualmente el fundamento de nuestra cultura. Una nueva situación que como advierte este filósofo no está definida por el éxito de lo virtual, porque todo ese actual ingenio desplegado palidecería ante el virtuosismo del teorema de Pitágoras o invenciones como el número 0. Igualmente virtual que aquel hilo invisible que en el pasado ligaba la realidad del ser humano con su vocación de soñador de futuros. Como esa extraordinaria coincidencia de los numerosos relatos en los que abundaban los rebeldes como protagonistas, como Guillermo Tell, Ivanhoe, D´Artagnan, Peter Pan, el Conde de Montecristo, Robin Hood, Nemo, Tom Sawyer, incluso el Mío Cid, con un planeta ocupado por una mayoría de agricultores que sólo poseían la imaginación como arma contra su realidad. Probablemente nos quede todavía algún rescoldo de nuestro pasado rústico, en esa ensoñación tan habitual como urbana, que asocia liberación con la huida de la ciudad y el refugio de una casa austera, sólo rodeada por el gorjeo de los pájaros y el paso del viento entre las ramas. Hilos virtuales del pasado, en los que habitaba un mal dotado de personalidad reconocible, y cuya desaparición abría las puertas a un futuro en el que reinaría para siempre la felicidad colectiva. Una hilaza que tal vez se rompió cuando el poder dejó de tener rostro, de ser reconocible, visible, agresivo, inalcanzable; para pasar a ser plebeyo, disperso, seductor, cercano, aunque informe.

Pensando en los cantos de algunos pájaros, el problema no proviene de ese empeño en reducir el relato del mundo a una inmisericorde acumulación de párrafos limitados a 140 caracteres. O de la queja de Serres, que hace unos años protestaba porque en las paredes de París había más letreros en inglés que alemanes durante la ocupación nazi. La contrariedad no reside en los formatos, soportes o lenguajes. Los libros, los diálogos, los intercambios de conocimiento, las miradas sabias o cómplices, el mestizaje, encarnan la vida. Por eso hay pasados que habría que entender bien antes de pasarlos con apresuramiento; por eso habría que evitar ese aire de superioridad que gusta de despreciar el poder de la imaginación, de la fantasía, y que además disfruta con la infantilización de las parábolas, las utopías o de las fábulas. Porque la verdadera amenaza crece ante nosotros cuando por delante no hay nada más que páginas en blanco, cuando no se atisba nada más que una fatalidad del vacío tan penosa como insoportable. 

Autor: Algón Editores

jueves, 23 de mayo de 2013

EL PRECIO DE UNA MANZANA


Para ser más precisos, nueve manzanas le han costado a un particular 41,6 millones de dólares, en una subasta celebrada hace unos días en Nueva York. Claro, no son unas manzanas corrientes, porque estas las pintó Cézanne. Ya que estamos hablando de manzanas, el Gobierno francés, por estas mismas fechas, ha anunciado un nuevo impuesto que grave los smartphones, tabletas y demás dispositivos conectados a internet, para poder dedicar más recursos a la cultura, a la defensa de lo que llaman la “excepción cultural” francesa. El ministro del ramo ha declarado que los fabricantes de estos aparatos tienen que ayudar a los creadores con parte de los ingresos obtenidos por sus ventas. En el informe de la comisión gubernamental que apadrina esta iniciativa, se afirma que “es legítimo corregir los excesivos desequilibrios de la economía digital”, aplicando los impuestos no a los creadores, sino al beneficio que se obtiene por la difusión de su obra.

Es sabido que nuestros vecinos tienen amplia experiencia en leyes diseñadas para apoyar la cultura. Como esa obligación de las emisoras de radio de emitir una cuota de música francesa o la fiscalidad especial para las compañías de televisión y distribuidoras de contenidos para la financiación de películas. Ya sabemos que eso de aplicar cuotas, fijar impuestos especiales, apoyar la cultura con recursos públicos, a algunos les produce urticaria por nuestros lares, pero basta con remitirse a la estadística para que cualquier comparación resulte más que incómoda. A esos escépticos interesados yo les recomendaría el fascinante libro Turningon the mind, de Tamara Chaplin. Una obra que analiza la aparición de filósofos en la televisión francesa desde la posguerra y que demuestra la falacia del argumento de que la oferta cultural se ajusta a lo que la gente demanda, porque el enorme interés público en estos programas emitidos en franjas de máxima audiencia, durante más de cincuenta años, lo desmiente radicalmente. Los hechos cantan, a finales del siglo XX, más de 3.500 programas televisivos contaron con la presencia de filósofos, a pesar de la privatización de la televisión de los años 80.

Tamara Chaplin explica que esa complicidad entre filósofos y medios de comunicación hunde sus raíces en las necesidades de una Francia que se pregunta por su identidad como nación y que siente la necesidad de desarrollar un nuevo orden político y económico de posguerra, en el que la descolonización, la modernización y la globalización se integren en un relato de auto-confianza colectiva, en el que debe acomodarse su tradición cultural con su posición en el mundo. Como ella misma dice, “la fascinación de los ciudadanos franceses por su filosofía televisada enlaza de forma inextricable con el conjunto de esperanzas y ansiedades sobre lo que Francia significa en un mundo cambiante”.

Alguien escribió que cientos de millones de personas vieron caer manzanas de un árbol, pero sólo uno se preguntó por qué. Mientras en nuestro país la cultura creativa, la sana competencia, la apuesta por nuevos valores, la independencia intelectual, el pensamiento crítico, la actualización de nuestra identidad cultural, la globalización de nuestras obras y creadores, incluso la resistencia a la colonización cultural, agonizan en medio del silencio colectivo, nos solazamos confiados e ignorantes del verdadero precio de las manzanas que nos rodean, mientras sobrevivimos ufanos y embobados ante esa ley de la gravedad de la que no acabamos de comprender los principios que la inspiran.

Autor: Algón Editores

jueves, 9 de mayo de 2013

CAPTURANDO EL GRAN PEZ


El famoso director de cine que nos hipnotizó con series y películas como Twin Peaks, Mullholland Drive, Blue Velvet o Inland Empire, ha escrito un libro, “Catching the big fish”, en el que relata su método para capturar y trabajar ideas. En esta obra, David Lynch afirma que “si quieres capturar un pez pequeño puedes quedarte en aguas poco profundas. Pero si quieres apresar un gran pez tienes que ir hacia las más profundas. Porque allí, en el fondo, los peces son más poderosos y puros. Son enormes e imprecisos. Son muy hermosos. Yo busco una cierta clase de pez que es importante para mí, uno que pueda traducir al cine. Aunque hay muchas clases de peces nadando por allí abajo. Hay peces para los negocios, peces para los deportes, hay peces para todo. Todo, cualquier cosa que sea algo, viene del nivel más profundo”.

Aguas oscuras como aquellas en la que navegaban los bajeles que surcaron la cuenca mediterránea de aquel mercader toscano medieval, Francesco di Marco Datini, que renunció a vivir con su esposa y a tener hijos por el terror a perder su fortuna. Cuando gracias a una casualidad se encontró su archivo personal en el siglo XIX, entre sus abundantes documentos se encontró su maravillosa correspondencia personal con su amada Margherita. Al final de sus días, Datini, el genial precursor de la banca privada y la letra de cambio, entre otros ingenios mercantiles de su cosecha, se quejaba amargamente a su amada de su trágica vida dominada por el miedo y la renuncia a la felicidad. Recordando a Datini, podríamos convenir que hoy la única victoria perdurable, de las viejas revoluciones del siglo XX, es otro ingenioso constructo de la febril imaginación mercantil, la del crédito al consumo. Ese éxito que extrañamente alojaba en su seno el germen de un tipo nuevo de infelicidad, la ilusión de la libertad como una siniestra fachada de la deuda individual. Un cambio radical que transformó definitivamente las categorías sociales y mejoró las condiciones de vida de millones de personas, pero que al mismo tiempo empujó al ser humano a convertirse en algo diferente a sus antepasados. Cuando parecía que una cierta idea de política había conseguido domesticar por fin a los mercados, la mayoría se deslizaba en una corriente extraña, esa que hacía de cada individuo un rehén de sus obligaciones económicas a lo largo de toda su existencia. Esa que hacía quebrarse a los ciudadanos en la intimidad, materializando una suerte de democracia demediada, una fábrica perfecta de seres infelices y a menudo solitarios, en la que un poderoso anhelo de propiedad privada se confundía con una tímida voluntad de libertad.

Aunque llevamos demasiado tiempo pescando en aguas superficiales, renunciando a los peces de los mejores sueños por evitar bucear donde no se hace pie, siempre queda una última oportunidad. En la película Mulholland Drive el personaje de Betty preguntó “¿alguna vez has hecho esto antes?”, Rita le replicó “no lo sé, ¿lo has hecho tú?”, a lo que Betty respondió “quiero hacerlo contigo”.  

Autor: Algón Editores


viernes, 3 de mayo de 2013

VERGÜENZA Y BANALIDAD


Hace unos pocos días el New York Times publicaba un pequeño reportaje sobre un grupo autodenominado Poetas en Lugares Inesperados. Cinco poetas y una cantante armada con su guitarra, que leen y tocan su obra en un vagón del metro, una plaza, una tienda de comida, un autobús urbano, luchando contra la desidia de viajeros apresurados que esconden su mirada en un periódico o fijan su mirada en un infinito improbable protegidos por sus auriculares, atentos al más mínimo gesto de atención para sentirse reconocidos. Pero poco a poco van consiguiendo pequeñas victorias, como esa ocasión en la que todos los pasajeros se les unieron en un coro imprevisto, o esos temblorosos móviles que cada vez con más frecuencia graban la declamación de un poema para disfrutarlo más tarde en la intimidad o para sorprender a un ser amado. 
Un ejemplo perfecto de los rocambolescos vericuetos que las expresiones culturales contemporáneas han de recorrer para conseguir un público. En esta extraña regresión histórica que estamos viviendo, en el que asistimos a un democrático distanciamiento entre clases sociales y a una educada extinción de la clase media, la cultura parece haberse convertido en una víctima propiciatoria. Podríamos llamarlo el síndrome “del Mesías”, porque la cultura parece haberse convertido en algo parecido al violín más famoso del planeta, el Stradivarius llamado el mesías, que fue donado por una familia al Museo Ashmolean de Oxford con la condición insalvable de que nunca se volviera a usar como instrumento musical y quedara atrapado para siempre en una vitrina. Un violín que ya no es un violín. Como aquellas ruinas arqueológicas que servían de fondo en los retratos de los nobles en el siglo XVIII. La cultura convertida en una excusa comercial, en un producto acumulativo, indistinguible, fácil, común,inhumano, pasivo, autosuficiente, sin intermediarios, abundante, perfecto para un consumo voraz e inmediato. La victoria definitiva del canal de venta sobre el producto.
Un escuálido triunfo mercantil que en verdad resulta pobre, excéntrico, ruidoso, feo e insalubre. En realidad, una guerra asimétrica librada por la extinción del patrocinio público y privado, que enfrenta a un Goliath en forma de concentración internacional de las llamadas industrias culturales; de tolerancia institucional con las cadenas oligopólicas de producción, distribución y consumo; de penosa legitimación de dudosas e interesadas interlocuciones; de impresentable indiferencia ante el cierre de galerías de pintura, pequeñas librerías, editoriales independientes; de abuso colonizador y empobrecimiento de lamentables bestsellers y exponenciales crecimientos de audiencias gracias a la consolación contemplativa de basura en imágenes; frente a ese David materializado en cada creador que compone, escribe o pinta en soledad, en ese editor que invierte en cada obra como si la vida le fuera en ello, en ese galerista que defiende con pasión cada cuadro expuesto en una de sus paredes, ese poeta que declama en un autobús sin más arma que su propia voz y un trozo de papel, en esos generosos francotiradores anónimos motivados por el amor a la verdadera cultura y esos blogueros que no se dejan influir. Esta es la batalla cultural de nuestra época, esa que se alimenta de la falsa creencia de una república independiente de cada casa, gobernada sobre ese puñado de euros que confunde libertad con propiedad, belleza con consumo, conocimiento con ingestión, esa de zoquetes que no distingue entre democracia y mercado,entre vergüenza y banalidad.