viernes, 27 de septiembre de 2013

VOLVER AL MONO

Una de las ideas más dañinas e insolventes que la humanidad ha echado sobre sus espaldas es la de el darwinismo social, esa tentación de atribuir al ser humano ese principio biológico por el que los organismos vivos desarrollan diversos modelos de estrategia para sobrevivir a costa de sus congéneres, en un parasitismo tan desaforado como agresivo, que les instala en una guerra permanente de todos contra todos. Un profundo desprecio a la inteligencia del ser humano, que le niega la posibilidad de recurrir a elaborados mecanismos de convivencia que eviten pulsiones tan biológicas como primarias, tan incómodas como violentas. Hay días que uno tiene la tentación de pensar que los neardentales demostraron más recursos cerebrales que algunos individuos de nuestros días, porque demostraron más convicción en las virtudes de la colaboración que en las del egoísmo individual y la violencia en sus formas más variadas sobre los más débiles. Una teoría de la selección natural, que ha penetrado profundamente en los modelos culturales de naciones, economías, empresas, partidos políticos e instituciones públicas, que paradójicamente convive con vehementes ejemplos de su injusticia y su insultante inutilidad colectiva.
No son las sociedades más avanzadas aquellas en las que minorías exageradamente minoritarias gozan de privilegios conseguidos a costa de la pobreza de los que ellos ven como más débiles, tontos, vagos, ignorantes y enfermos. No hay más que darse una vuelta por las tiranías crueles y prehistóricas que nos acompañan desde hace años para desmentirlo. Por eso es extraño que en las últimas dos décadas se esté agravando la diferencia entre los muy ricos y una inmensa mayoría cada vez más pobre, mientras alabamos las virtudes de una nueva economía digital cuyos principios se basan en el compartir información, el acceso abierto a los recursos, la superación de la vieja geografía o la sustitución de la importancia de la propiedad por el creciente valor del acceso a servicios, seguridades, placeres y conocimiento.

Vivimos fascinados por la creciente sorpresa de ingenios tecnológicos que aspiran a hacernos más felices, y por eso nos resultan extraordinariamente incómodas esas historias que nos devuelven a la parte más fea de nuestra existencia y cuya realidad nos empecinamos en esconder. Si leen el libro “Los 33. El círculo secreto”, la trágica y aún desconocida historia de los 33 mineros atrapados a 700 metros bajo tierra durante 70 días en un lejano desierto chileno, podrán comprobarlo. Ese sutil pero viejo juego de poderes, los rancios equilibrios, las clásicas mentiras institucionalizadas, la excesiva importancia del origen, el extraño papel que juegan los medios de comunicación y eso que aún se sigue llamando información, mezclados en una coctelera reluciente por fuera pero oxidada en su interior, cuyo hipnótico contenido nos debería resultar en el paladar tan agrio como esa milonga del darwinismo social. Esa que nos ofrece falsos, artificiales y fugaces héroes de papel, de celuloide o pixelados, que consiguen despistarnos del relato auténtico de la pobreza, la injusticia social, la mentira, el negocio privado a costa de los derechos colectivos y los perversos efectos de la ausencia de la igualdad de oportunidades. Una dañina libación de ese horrendo credo que afirma sin rubor que siempre habrá ricos y pobres, y que a cada uno le aguarda el destino que está escrito de manera imborrable en su origen social, geográfico, racial o familiar. Es la nueva y sorprendente paradoja darwiniana del ser humano, una selección natural que conspira contra la propia idea de evolución. Que cosas más extrañas nos pasan últimamente, deberíamos hacer que nos lo miraran. 

Autor: Algón Editores