jueves, 23 de abril de 2015

LA SUPERFICIE DEL FIRMAMENTO

Los grandes libros son aquellos que nunca envejecen y pueden leerse mil veces. Esos que permiten a los ojos posarse sobre su caravana de letras y descubrir emociones gracias a que la vida muda entre lecturas. Esa fabulosa magia creativa que nos sorprende cuando el reencuentro resulta diferente. Esos recuerdos de lecturas, de las sensaciones que se incrustan en la memoria, que afloran inesperadamente a la menor oportunidad. Sobre todo en la infancia, cuando nos someten a un bombardeo de fantásticas situaciones, formidables personajes, aventuras extraordinarias y emociones infinitas. Cuando leer, o incluso escuchar, se convierte en un goce que se sedimenta en capas para toda una vida. Ese devenir de los años en los que todos volvemos una y otra vez a aquellos pasajes que un día nos emocionaron, buscando de nuevo el placer de la sorpresa renovada, de un retorno a una inocencia aún inexplorada. Siempre hemos vivido engañados en una ramplona explicación de las edades del ser humano, en esa artificial división sometida al imperio de la biología, cuando en realidad la vida de ese extraño ser bípedo pensante se divide en sólo dos etapas, la expectativa y la resignación. Existir es esperar, encontrar, sorprenderse y gozar. Y por tanto leer, y por supuesto también releer, es vivir y aguardar.

Pero en esa aventura de la curiosidad, que nos invita a la relectura de textos del pasado que siempre nos esperan para revivir una emoción, es muy grato encontrar una novedad que la última vez no advertimos. Por eso interesan todos esos libros que se niegan a envejecer, para despojarnos de prejuicios cuando leemos sus páginas, para reiniciarnos en la tierra ignota que hace tiempo abandonamos y que siempre aspira a sorprendernos. Porque cada uno se reserva el inalienable derecho, imposible de verse limitado por ningún poder exógeno, de ver, sentir e intentar comprender las cosas como uno quiere en los diferentes momentos de su vida. Por eso nos gusta como editores buscar nuevos territorios, explorar ese mítico paso al noroeste que abra nuevas rutas a las emociones.

Dentro de unos pocos días las librerías acogerán un nuevo habitante transitorio sorprendentemente original. Un libro muy bello, para contemplar con sosiego, que aspira a no envejecer, devolviéndonos una historia muy antigua narrada por vez primera por su auténtico protagonista. Para asombro del lector que se adentre en sus páginas, en su inicialmente exotérico texto y las formidables imágenes que evoca, podrá encontrar sorpresas escondidas reservadas sólo para quien se acerque predispuesto para el pasmo. Una obra sobre los orígenes del universo, la vida y el ser humano. Una remota epopeya que ahora se atreve a revelar errores, tribulaciones, dudas y venganzas, nunca expuestas así. Unas páginas con hijos alados de un dios, que inseminaron a bellas mujeres humanas para que procrearan a los héroes. Narrado por un ser omnipotente que contempla un universo ocupado por aguas y que decide concentrarlas en un solo y diminuto punto para que naciera la vida. Que se ensucia las manos con barro y que despliega una defensa cromática para contener su cólera. Un lugar habitado por animales que hablan a los seres humanos, gigantes e individuos que vivían cientos de años. Con plantas que ocultaban los secretos de la vida y el conocimiento. En paraísos, ciudades y reinos perdidos. Con exterminios, crímenes, pasiones, deseos y miedos. Un sorprendente relato de antiguos y fascinantes mitos que dominaron hace miles de años la superficie entonces conocida del firmamento. Una historia que comienza con una solitaria y enigmática frase, “Yo quise que hubiera un comienzo…” 

Autor: Algón Editores



jueves, 16 de abril de 2015

UNA TEORÍA DEL FLEQUILLO

En su libro Mitologías Roland Barthes escribió que no era posible filmar una película de romanos con actores sin flequillo. No se podía concebir una varonil frente en aquella época histórica sin una exuberante superficie capilar, porque era imprescindible representar el carácter romano, con sus valores del derecho, la virtud y la conquista. Barthes añadió que los rotundos discursos, las frases para la historia, el debate de cuestiones universales, de emperadores, generales o senadores romanos, debían su credibilidad a la fortaleza y abundancia del cabello sobre la frente. A menudo las ideas y su forma de expresarse son deudoras de elementos inicialmente inapreciables o poco relevantes, que sin embargo resultan útiles para conferir verosimilitud. Como los afamados arquitectos que visten de negro en evidente contraste con sus creaciones habituales, los cantantes de románticas baladas empeñados en el disfraz de predicadores del medio oeste, los brokers financieros con camisas adornadas por unos gemelos obstinados en aporrear sin misericordia los teclados donde ejecutan las órdenes que gobiernan el mundo, los multimillonarios alérgicos al peine, o los chefs de moda que abusan de un look maoísta aunque no se aproximen a un fogón.

Pero en el extraño mundo de los escritores es complicado encontrar esas pautas tan recurrentes. Seguramente esta es la razón por la que Michel Foucault afirmara en una ocasión que uno de los principios éticos fundamentales en la escritura contemporánea es la indiferencia de quien escribe, por la libertad que el texto asume cuando abandona el dominio de su autor para adentrarse en la esfera individual de quien lee. Aunque el autor siempre está presente, el lector ocupa el espacio que se ofrece en la obra. Ya lo dijo Beckett, “qué importa quién habla, qué importa quién habla”. Foucault también dijo que uno de los cambios recientes más significativos fue el desplazamiento del protagonismo de la muerte como colofón del héroe, a una escritura ligada al sacrificio. De una obra obligada a la inmortalidad, a una escritura con derecho a matar, a ser asesina de su autor.


Un marco ético que nos convierte en los seres más sociales de la Historia, porque la identidad individual cede voluntariamente su protagonismo al espacio común donde se puede ejercer la libertad, en un mundo sin esos héroes que surgen de la fatalidad. La identidad individual es simultáneamente social, porque los perfiles se construyen a partir de comentarios colectivizados de “me gusta” o “no me gusta” o “compartir”. Cioran afirmó que por cansancio ya no necesitaba, y por tanto no le interesaba, su faceta de luchador en la que utilizaba la negación como una especie de liberación. Hoy la identidad individual necesita acompañarse de accesorios para afirmarse, porque el espacio político vive dominado por la ausencia de negación. Un espacio público que aún no ha encontrado una visión que integre ese juego de identidades sociales e individuales, para que el ser humano perciba que aún domina su destino. En las películas de romanos era unánime la ausencia del poder sin flequillo, como la sociedad actual vive dominada por muchas instituciones caducas inventadas en el pasado. Lo normal hoy es la dificultad para proponer ideas, valores, derechos, incluso virtudes públicas e individuales, sin estructuras postizas que antepongan un velo que dificulte la visión de la realidad. Precisamente un emperador representado en esculturas con rizadas barba y cabellera, el filósofo Marco Aurelio, dijo que el mundo no es más que transformación, y la vida solamente opinión. Como si en aquella época, además de peluqueros, ya conocieran las redes sociales por internet. Si es que nunca dejaremos de sorprendernos. 

Autor: Algón Editores

jueves, 9 de abril de 2015

LA SUPERFICIE DE LAS PALABRAS

Uno de los efectos más indeseables del darwinismo social inoculado en las sociedades contemporáneas es la enfermiza obsesión por la rivalidad. Algunos viven por y para esa competencia, que siempre exige vencedores y vencidos. Un fenómeno habitual en ambientes deportivos, empresariales, e incluso académicos, que por desgracia también sacude al mundo de la creación artística o literaria. Como muestran las recientes declaraciones de Michael Hirst, el guionista de series televisivas como Vikingos, en las que afirmaba ufano que “la novela está muerta. Para entender el mundo bastan internet y el video a la carta.” Un argumento tan viejo como aquellos que amenazaban, sucesivamente y sin éxito relevante, con el apocalipsis del final de los libros cuando se inventó el cine, la radio, la televisión, las tabletas o los ebooks. El sr. Hirst defiende un modelo narrativo que a su juicio no es posible encontrar hoy en una novela, apoyándose en un dudoso argumento estadístico, un libro tiene una venta media de unos pocos miles de ejemplares, mientras que una serie de televisión se emite en más cien países y la ven millones de personas. Pero en realidad no tenía necesidad de tal argumento, porque los más famosos toreros, cantantes, zascandiles o equipos galácticos de fútbol, siempre han superado en número de seguidores a cualquier novela. Para ese viaje no hacían falta estas alforjas.

Pero ya puestos a comparar en estos términos la novela con las series de televisión, se podría recurrir también al ejemplo de la fast food y la comida tradicional de calidad. Es indudable que hoy se comen más hamburguesas y pizzas en el mundo que garbanzos, lo que no justifica renunciar a lo tradicional porque pueda parecer una práctica vintage de minorías trasnochadas. Pero lo más curioso, pensando en ese argumento de la sobrevenida debilidad narrativa de la novela, es esa necesidad de sobrevalorar la absoluta linealidad (a menudo intermitente) de una serie, que además padece una extraordinaria caducidad. Pero no merece la pena enredarse en este debate. Alejémonos de esa batalla tan artificial como imaginaria, que no conduce a nada salvo a un empobrecimiento cultural innecesario. Recordemos lo que decía el inefable Nick Cave, en el magnífico documental 20.000 días en la Tierra, “al fin y al cabo no me interesa lo que entiendo bien. Lo que he escrito estos años es solo una fachada. Hay verdades que se esconden bajo la superficie de las palabras. Verdades que emergen sin avisar, como la joroba de un monstruo marino y que luego desaparecen”.


Lo importante no es el formato sino el contenido, algo que parece olvidar estos falsos profetas de los nuevos tiempos. Qué fatiga tanto dislate a costa de infantiles competiciones para la nada. Qué oportunidad perdida para un prudente silencio. Qué aburrimiento ante tan viejos debates. Pero les avisamos, nosotros a lo nuestro, inasequibles al desaliento. Publicaremos pronto una nueva novela y no tratará de fieros vikingos. Porque nos va esa marcha de la hablaba Nick Cave, esa que gusta de “crear un espacio donde la criatura pueda abrirse paso entre lo real y lo que conocemos. Ese reluciente espacio donde se cruzan la imaginación y la realidad, donde existen todo el amor, las lágrimas y la felicidad.” Y eso, para nuestra fortuna o desgracia, sólo lo sabemos hacer publicando algo tan clásico, minoritario, asequible, maravilloso y sugerente como una novela. 

Autor: Algón Editores