Después de convencernos del
final del Estado nación por culpa de la globalización, después de cuatro años de
crisis se puede concluir que hasta eso se ha enrarecido. Al parecer, esa
decadencia de las viejas instituciones nacionales no afecta a todos por igual,
porque mientras los parlamentos languidecen en medio de la indiferencia
colectiva los gobiernos resucitan gracias a los mandatos imperativos de los
organismos internacionales. Algunos ingenuos pensaron que esta crisis
devolvería el protagonismo a los poderes públicos para controlar los efectos de
la avaricia individual, pero si algo queda claro es que la globalización
financiera vive encantada de conocerse mientras se desmonta el bienestar
social.
Esto no acaba de tener
sentido, se perjudican las instituciones democráticas, se da más protagonismo a
los flamantes embajadores de organismos internacionales con su maltrecho uniforme
diario de gobiernos nacionales, se desmonta la sociedad del bienestar, se
amplía la brecha entre ricos y pobres, el fraude fiscal está a la orden del
día, cierran las empresas y miles de personas pierden su empleo todos los días,
y todavía no hemos avanzado ni un milímetro en contener esta pesadilla. Hemos
normalizado la tragedia, la hemos hecho cotidiana como meros espectadores,
asistiendo igual de impávidos a una tragedia por un terremoto en un lugar
recóndito de la geografía,como al cierre de una factoría que empuja a cientos
de familias a la pobreza.
Esta debilidad progresiva de
las instituciones democráticas, el protagonismo emergente de gobiernos recaderos
de instancias de decisión sin legitimidad democrática suficiente, millones de
personas que son víctimas de una crisis provocada por un modelo de sociedad
global tan injusto como peligroso, se unen al expolio creciente de derechos, culturas,
tradiciones, economías, identidades, valores éticos y convicciones democráticas,
en medio de una soberana y miope indiferencia colectiva. Como le pasaba a uno
los personajes de la novela Sentir la
sed, de Gonzalo Himiob: “no veía bien. Con o sin anteojos hacía ya mucho
tiempo que le costaba discernir los detalles de todo lo que estuviese a más de
unos pocos metros de distancia. Y ahora que las amplias y gruesas lunas de sus
lentes estaban empapadas el mundo se había convertido en una masa gris, tupida
y sin matices”. Igual que esos cientos de millones de personas que hoy deambulan
en esta sociedad de vagabundos de su propia geografía.
Autor: Algón Editores
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