El viejo Marx escribió que cuando la Historia se
repite, lo hace primero como tragedia y después como farsa. Una sentencia que se
asoma estos días como una cruel guillotina sobre las inquietantes similitudes del presente con un antiguo capítulo de
nuestra Historia nacional. Una fatal coincidencia que justifica sobradamente el
padecer intensas sensaciones de vértigo e incluso mareo. A finales del siglo
XIX, la Restauración alternaba
gobiernos conservadores y liberales, con graves problemas de corrupción política
y caciquismo local, en un proceso de centralización administrativa acompañado
de inevitables tensiones con los nacionalismos catalán y vasco, además de provocar
un intenso malestar social que derivó en masivas movilizaciones de protesta de
las clases trabajadoras. A pesar de las naturales resistencias e intermitentes
pasos atrás de los gobiernos conservadores, se iban aprobando reformas como la
libertad de asociación, la libertad de prensa, la extensión del sufragio
universal a los hombres o la institución del jurado. Pero estos avances no
evitaron que las hambrunas, las epidemias, la creciente desigualdad entre españoles, las emigraciones, una realidad
económica que daba la espalda a la revolución industrial que explosionaba en
Europa, distanciaran cada vez más a España
de sus vecinos, en un hiato que aún colea y que ya resulta más que indigesto.
Galdós, Clarín, Pardo Bazán,
Blasco Ibáñez, acompañaban con sus implacables relatos a aquellos intelectuales,
como Costa o Macías Picavea, que denunciaban un atraso indecente y revindicaban
una “regeneración” de España. Los
golpes del 98, las sucesivas derrotas internacionales, la creciente
desconfianza y desapego del pueblo con las instituciones, su profiláctico
escepticismo contra los grandilocuentes discursos voceados desde el elegante
atril del hemiciclo legislativo, junto con una arraigada sensación de abismo e
incluso de rabia, reclamaban cambios tan profundos como ambiciosos.
Significativamente, en los primeros años del siglo XX fracasó la reforma
llamada “desde arriba”, aquel vano intento de arreglar los problemas por
quienes precisamente eran sus causantes. Era la impotencia de un sistema
político sordo a la realidad nacional,
radicalmente distante de los anhelos sociales de reforma, incapaz de integrar a
los que demandaban actos de profundo calado en una agenda de modernización
urgente. Una necesidad histórica que los políticos que dominaban la vida
parlamentaria de la época fueron incapaces de afrontar, más preocupados por
conservar menguantes espacios de poder, con el abusivo recurso a penosas
argucias e ineficaces distracciones, que en metabolizar y superar los retos que
los tiempos planteaban.
Es difícil advertir en estos
momentos, confundidos por un aluvión de malas noticias, los sutiles matices
entre la tragedia y la farsa. Pero tan oscuras coincidencias con el pasado al
menos invitan a perderse entre los certeros y vehementes asertos de aquellos
intelectuales, afrontar con sonrojo y humildad la incomodidad de aquellos
relatos que nos describían las dificultades para la supervivencia de nuestros
paisanos, incluso a estrujarse la sesera para encontrar argumentos que nieguen
esa aparente condena que nos obligue cada dos por tres a ser diferentes de
nuestros afines. Pensando y hablando de regeneracionistas y vecinos, resulta
aconsejable recordar aquellas palabras que escribió Lucas Mallada en el capítulo La
inmoralidad pública, de su obra Los males de la patria, “es axiomático que las naciones naturalmente
pobres, o que se hallan muy abatidas por largos años de decadencia, están más
obligadas a la virtud que las ricas y florecientes, deben ser de intachable
moralidad y conquistar la estimación de los otros pueblos a fuerza de honradez
y cordura”.
Autor: Algón Editores
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