La
afamada ciudad francesa de Dijon se ha visto alterada por una sonora decisión
de su alcalde socialista, Monsieur Rebsamen. Entre más de cien castillos de
origen medieval y palacios de diversas épocas, ahora destinados principalmente
para bodas y hoteles de lujo, en uno de los elegantes salones del Chateau Burgundy
de Varennes, se han subastado 3.500 botellas de la extraordinaria colección de
vinos de propiedad municipal. El objetivo declarado del alcalde es destinar los
fondos recaudados al mantenimiento de los servicios municipales de carácter
asistencial. En el Financial Times hemos podido leer que un misterioso chino
compró la pieza más valiosa por unos 4.800 euros, una botella de Vosne-Romanée
Cros Parantoux, premier cru de 1.999. La subasta tuvo un final muy emocionante,
acorde con la solemnidad de la ocasión. Pocos segundos después de que el seco
golpe del martillo anunciara el cierre de la compra de ese carísimo caldo, una
multitud prorrumpió en aplausos apagando los nerviosos cuchicheos de los
expertos enólogos presentes en la sala. El mencionado rotativo informaba del
evento y sus nobles efectos con este significativo titular, “L´austerité à la
française: Dijon vende vinos valiosos para pagar a los pobres”.
Cuántos
viejos recuerdos e imágenes encierra esa extraña y concurrida ceremonia en un
lujoso palacio, cercano a donde se detuvo a Luis XVI y María Antonieta en su
fracasada huida de la guillotina con sus disfraces de nobles rusos, donde un chino
rico gastaba su calderilla en la vieja Europa y un alcalde de izquierdas triunfaba
ante sus votantes gracias a la venta de bienes de lujo de propiedad pública
para socorrer a esos llamados “pobres”.
Tantos
símbolos marean. Aristocracia, lujo, chinos, castillos, pobres, alcaldes, disfraces
rusos, huidas, dinero, aplausos, vehementes retazos para un retrato de una
época tan carente de signos novedosos. En este tiempo gris, cargado de
incertidumbre, espeso de problemas y escándalos, en el que la vieja y cándida
idea de progreso lineal e imparable ha dado paso a una duda letal sobre la
capacidad del ser humano de aprender de sus errores. En su reciente novela, Las
Puertas de la Rimas, Eduardo Ortega escribe sobre “la poesía capaz de conmover a
cualquier ser humano de la tierra fuese de la condición que fuese”. Me temo que
vivimos tiempos complicados para la lírica y sobre todo para su capacidad
movilizadora.
Pese a todo, me hubiera gustado recrearme en los silencios de los
salones solitarios de aquel castillo tras la subasta. Intentar reconocer los
ecos que anidaban en sus altos techos. Intuir movimientos en las sombras y,
porqué no, encontrarme con el fantasma de aquel viejo mayordomo que lo ha visto
todo. Pisar los restos de papeles arrugados, oler el aire limpio que atravesaba
las ventanas abiertas, desplazar con ruidoso sobresalto una silla de terciopelo
rojo y madera con purpurina. Esperar alguna noticia, adivinar algún futuro, imaginar
una ilusión, mientras un enfado creciente dominaría mis entrañas pensando en
ese regreso de los “pobres”, en esas administraciones públicas desprendiéndose
de su lábil patrimonio y en esos aristocráticos palacios recuperando el viejo
lustre del pasado.
Autor: Algón Editores
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