Una columna vertebral con
escoliosis y una calavera bastante perjudicada han servido para que la trágica
figura del malvado rey Ricardo III regrese al presente, con vulgar humanidad,
bajo los escombros de alquitrán y asfalto de un estacionamiento municipal. La
BBC lo ha llamado así en un reportaje, el rey del aparcamiento, en un evidente
alarde de imaginación descriptiva. Era tan poderosa la evocación a la que esos
despojos humanos invitaban, que el recuerdo de aquel monarca cruel, cuyo cuerpo
y cadáver fueron antaño humillados, y que ganó la inmortalidad gracias a los
dedos manchados de tinta del genial Shakespeare, que este acontecimiento
inesperado merecía una glosa más elaborada.
Ya que hablamos de muertes,
historia y monarquías, hubiera sido más útil al avezado reportero haber
conocido el verso emocionado de Jorge Manrique. En una de las estrofas de Las
coplas por la muerte de su padre, el poeta sentenciaba que “esos reyes
poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas trastornadas; así, que no hay cosa fuerte, que a
papas, emperadores y perlados, así los trata la muerte como a los pobres
pastores de ganados”.
En estos tiempos tan espesos
se pueden ver cadáveres regios en vulgares espacios municipales,al igual que se
sabe de reales duques, privados por el pueblo de un simple rótulo en una plaza
que recuerde su noble título. Ya advertía Jorge Manrique que “¡por cuántas vías
y modos se pierde su gran alteza en esta vida! Unos, por poco valer, por cuán
bajos y abatidos que los tienen; otros que, por no tener, con oficios no
debidos se mantienen”.
¡Adónde vamos a llegar!. Menos
mal, como nos enseñan el docto verbo de Ángel Gallego y las bellas
ilustraciones de Miguel Carini, en el libro De reyes y reinas, que contamos con
colosales dificultades legales para acabar, en nuestro país, con la tradición
sanguínea como garantía y recurso de herencia poderosa. Tanta espesura será
obra de nuestra plebeya condición, que nos nubla el juicio y nos provoca, como escribía
Shakespeare en El mercader de Venecia, que esa armonía de los seres inmortales,
mientras nuestro espíritu está preso en esta oscura cárcel, no la entiende ni
percibe. Por eso está más de moda la televisión que los libros. Ya me dirán
ustedes, ¡para qué pasar malos ratos entendiendo, con lo que bien que se pasa
con las crónicas de entretenimiento!. Pobre Ricardo, rey difunto del
aparcamiento municipal de Leicester.
Autor: Algón Editores
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