Una de las ideas más dañinas
e insolventes que la humanidad ha echado sobre sus espaldas es la de el
darwinismo social, esa tentación de atribuir al ser humano ese principio
biológico por el que los organismos vivos desarrollan diversos modelos de
estrategia para sobrevivir a costa de sus congéneres, en un parasitismo tan
desaforado como agresivo, que les instala en una guerra permanente de todos
contra todos. Un profundo desprecio a la inteligencia del ser humano, que le
niega la posibilidad de recurrir a elaborados mecanismos de convivencia que
eviten pulsiones tan biológicas como primarias, tan incómodas como violentas.
Hay días que uno tiene la tentación de pensar que los neardentales demostraron
más recursos cerebrales que algunos individuos de nuestros días, porque
demostraron más convicción en las virtudes de la colaboración que en las del
egoísmo individual y la violencia en sus formas más variadas sobre los más
débiles. Una teoría de la selección natural, que ha penetrado profundamente en
los modelos culturales de naciones, economías, empresas, partidos políticos e
instituciones públicas, que paradójicamente convive con vehementes ejemplos de
su injusticia y su insultante inutilidad colectiva.
No son las sociedades más
avanzadas aquellas en las que minorías exageradamente minoritarias gozan de
privilegios conseguidos a costa de la pobreza de los que ellos ven como más
débiles, tontos, vagos, ignorantes y enfermos. No hay más que darse una vuelta
por las tiranías crueles y prehistóricas que nos acompañan desde hace años para
desmentirlo. Por eso es extraño que en las últimas dos décadas se esté
agravando la diferencia entre los muy ricos y una inmensa mayoría cada vez más
pobre, mientras alabamos las virtudes de una nueva economía digital cuyos
principios se basan en el compartir información, el acceso abierto a los recursos,
la superación de la vieja geografía o la sustitución de la importancia de la
propiedad por el creciente valor del acceso a servicios, seguridades, placeres
y conocimiento.
Vivimos fascinados por la
creciente sorpresa de ingenios tecnológicos que aspiran a hacernos más felices,
y por eso nos resultan extraordinariamente incómodas esas historias que nos
devuelven a la parte más fea de nuestra existencia y cuya realidad nos
empecinamos en esconder. Si leen el libro “Los
33. El círculo secreto”, la trágica y aún desconocida historia de los 33
mineros atrapados a 700 metros bajo tierra durante 70 días en un lejano
desierto chileno, podrán comprobarlo. Ese sutil pero viejo juego de poderes, los rancios equilibrios, las clásicas mentiras
institucionalizadas, la excesiva importancia del origen, el extraño papel que
juegan los medios de comunicación y eso que aún se sigue llamando información, mezclados
en una coctelera reluciente por fuera pero oxidada en su interior, cuyo
hipnótico contenido nos debería resultar en el paladar tan agrio como esa
milonga del darwinismo social. Esa que nos ofrece falsos, artificiales y
fugaces héroes de papel, de celuloide o pixelados, que consiguen despistarnos
del relato auténtico de la pobreza, la injusticia social, la mentira, el
negocio privado a costa de los derechos colectivos y los perversos efectos de la
ausencia de la igualdad de oportunidades. Una dañina libación de ese horrendo credo
que afirma sin rubor que siempre habrá ricos y pobres, y que a cada uno le
aguarda el destino que está escrito de manera imborrable en su origen social,
geográfico, racial o familiar. Es la nueva y sorprendente paradoja darwiniana
del ser humano, una selección natural que conspira contra la propia idea de
evolución. Que cosas más extrañas nos pasan últimamente, deberíamos hacer que
nos lo miraran.
Autor: Algón Editores
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