Si buceamos en los orígenes
de la democracia podemos encontrarnos con Clístenes, que vivió hace más de
2.500 años. Un audaz legislador que, enfrentándose a la tiranía y oligarquía de
la época, introdujo el gobierno democrático en la vieja Atenas impulsando dos
instituciones jurídicas de notable inteligencia, el ostracismo y la isonomía.
La primera se refería a ese acto democrático que consistía en los ciudadanos
reunidos en asamblea, que escribían sobre una cáscara de huevo, un caparazón de
tortuga, una concha de ostra (de ahí le viene el nombre) o un trozo de
terracota, el nombre de una persona cuyo destierro se consideraba necesario
para el bien público. La isonomía, cuyo recuerdo ha tenido menos fortuna que el
ostracismo, se refería al principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Un sistema organizado desde la igualdad en la representación política territorial,
así como en el sorteo para la designación de los políticos y de los magistrados
que impartían justicia, que además tenían que ser escrutados antes de su
elección y estaban obligados a dar cuentas tras su mandato.
Muchos siglos después de
Clístenes, la democracia aparenta hoy un aspecto más lozano en esa arquitectura
kitsch de parlamentos y gobiernos dominada por columnas y frontones de
inspiración griega, que en aquellos viejos principios de la persecución del
bien común, la igualdad de derechos, la idoneidad y responsabilidad en el
ejercicio de la política y en la impartición de justicia. Una
arquitectura política que contrasta con aquello que dijo el escritor J.G.Ballard,
cuando afirmó que su esperanza para el futuro residía más en los suburbios que
en las zonas urbanas, por su vida más intensa, por su condición de frontera con
el futuro, por su diversidad de tendencias sociales, por su cultura de
“aeropuerto” que representa un mundo nómada que observar. Ese suburbio alejado
de la pomposidad monumental de instituciones pobladas por imitaciones de la antigüedad, por
enormes relojes que ordenan el tiempo ciudadano, por elevadas escalinatas que las
alejan deliberadamente de la calle, y por esos espacios solemnes siempre
cerrados y vigilados, radicalmente indiferentes a esos espacios de pensamiento
y creación tan abundantes como políticamente irrelevantes que proliferan en las
periferias de las grandes ciudades. Ballard señaló que hoy existen más
intelectuales en San Francisco que en el Paris de los años 20, pero, como él
mismo denunció, las eternas verdades burguesas dejaron sus víctimas en manos de
la gente joven, con su alma sembrada de punta a punta con la semilla del
consumismo. Por eso nos invitó, cuando viéramos un capuccino o un croissant a
la venta, a erigir un pedestal a la libertad tirando un ladrillo a través de la
ventana, reaccionando así contra la globalización de la identidad.
Este escritor también escribió
que “hoy en día, personas como ustedes pueden existir al menos en esa brecha
que se abre entre el mundo del pasado y el mundo que viene. Pero no falta mucho
para que esa brecha se cierre”. Aún queda un resquicio para la esperanza, sin
tener que llegar a una inútil y violenta cruzada contra el consumo globalizado.
Recordemos al viejo Clístenes mientras vemos convertidas sus ideas en una
caricatura deformada por trasnochados capiteles y lúgubres togas. Tampoco
estaría mal recuperar ese humilde caparazón de ostra con
el que defender el bien común. Incluso podríamos recuperar el viejo concepto de
isonomía, cuya etimología original significaba precisamente repartición
equitativa. Es el poder del suburbio del alma democrática, inspirado en el
recuerdo de aquella antigua asamblea de ciudadanos que se respetaban como
iguales.
Autor: Algón Editores
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