jueves, 6 de febrero de 2014

EL SUBURBIO DEL ALMA

Si buceamos en los orígenes de la democracia podemos encontrarnos con Clístenes, que vivió hace más de 2.500 años. Un audaz legislador que, enfrentándose a la tiranía y oligarquía de la época, introdujo el gobierno democrático en la vieja Atenas impulsando dos instituciones jurídicas de notable inteligencia, el ostracismo y la isonomía. La primera se refería a ese acto democrático que consistía en los ciudadanos reunidos en asamblea, que escribían sobre una cáscara de huevo, un caparazón de tortuga, una concha de ostra (de ahí le viene el nombre) o un trozo de terracota, el nombre de una persona cuyo destierro se consideraba necesario para el bien público. La isonomía, cuyo recuerdo ha tenido menos fortuna que el ostracismo, se refería al principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley. Un sistema organizado desde la igualdad en la representación política territorial, así como en el sorteo para la designación de los políticos y de los magistrados que impartían justicia, que además tenían que ser escrutados antes de su elección y estaban obligados a dar cuentas tras su mandato.

Muchos siglos después de Clístenes, la democracia aparenta hoy un aspecto más lozano en esa arquitectura kitsch de parlamentos y gobiernos dominada por columnas y frontones de inspiración griega, que en aquellos viejos principios de la persecución del bien común, la igualdad de derechos, la idoneidad y responsabilidad en el ejercicio de la política y en la impartición de justicia. Una arquitectura política que contrasta con aquello que dijo el escritor J.G.Ballard, cuando afirmó que su esperanza para el futuro residía más en los suburbios que en las zonas urbanas, por su vida más intensa, por su condición de frontera con el futuro, por su diversidad de tendencias sociales, por su cultura de “aeropuerto” que representa un mundo nómada que observar. Ese suburbio alejado de la pomposidad monumental de instituciones pobladas por imitaciones de la antigüedad, por enormes relojes que ordenan el tiempo ciudadano, por elevadas escalinatas que las alejan deliberadamente de la calle, y por esos espacios solemnes siempre cerrados y vigilados, radicalmente indiferentes a esos espacios de pensamiento y creación tan abundantes como políticamente irrelevantes que proliferan en las periferias de las grandes ciudades. Ballard señaló que hoy existen más intelectuales en San Francisco que en el Paris de los años 20, pero, como él mismo denunció, las eternas verdades burguesas dejaron sus víctimas en manos de la gente joven, con su alma sembrada de punta a punta con la semilla del consumismo. Por eso nos invitó, cuando viéramos un capuccino o un croissant a la venta, a erigir un pedestal a la libertad tirando un ladrillo a través de la ventana, reaccionando así contra la globalización de la identidad.


Este escritor también escribió que “hoy en día, personas como ustedes pueden existir al menos en esa brecha que se abre entre el mundo del pasado y el mundo que viene. Pero no falta mucho para que esa brecha se cierre”. Aún queda un resquicio para la esperanza, sin tener que llegar a una inútil y violenta cruzada contra el consumo globalizado. Recordemos al viejo Clístenes mientras vemos convertidas sus ideas en una caricatura deformada por trasnochados capiteles y lúgubres togas. Tampoco estaría mal recuperar ese humilde caparazón de ostra con el que defender el bien común. Incluso podríamos recuperar el viejo concepto de isonomía, cuya etimología original significaba precisamente repartición equitativa. Es el poder del suburbio del alma democrática, inspirado en el recuerdo de aquella antigua asamblea de ciudadanos que se respetaban como iguales.

Autor: Algón Editores