Mientras
los grandes veleros se alejaban de la costa cuando la mañana balbuceaba temprano,
en el muelle se repartían los carruajes solitarios enganchados a caballos que resoplaban
impacientes. Sobre sus adoquines bañados por la lluvia reposaban inmóviles y
huérfanos los baúles, muebles, libros y cuadros abandonados por sus dueños. Sobre
la cubierta de los navíos que enfilaban hacia el horizonte se agitaban inquietos
los rostros desencajados, los llantos contenidos, las miradas ausentes y las carreras
inocentes de los niños. Sus ilustres pasajeros, dominados por el pánico en su
desordenado aluvión humano hasta alcanzar el refugio flotante, viajaban sólo
con la ropa puesta, muy lujosa, adornada con encajes, brocados con oro, sedas, volátiles
gasas y voluminosas joyas. Tras siete semanas de travesía vestían miserables
andrajos. Al llegar a su destino no eran más que una aparición fantasmagórica, una
colmena macilenta de cráneos rapados por las plagas de diminutos agresores,
habitada por enfermos, hambrientos y seres silenciosos de ojos sombríos. Aquel viaje
fue la huida masiva de todo un régimen. Cuando las tropas napoleónicas cercaban
Lisboa en 1807, la familia real portuguesa, embarcada junto con otros 10.000
pasajeros en una precaria flota, entre los que había ministros, burócratas, clérigos,
criadas, cocineros, aristócratas, doncellas, mayordomos, la mayoría con sus familias,
huyó de la furia del pequeño corso, trasladando la Corte y el gobierno nacional
de Lisboa a Río de Janeiro.
Durante
13 años aquella monarquía, devenida tropical, se enfrentó a la cruda existencia
de sus propios fantasmas coloniales, ahíta de esclavos y terratenientes, en un
inmenso paraíso atiborrado de jugosas frutas y provechosos minerales. Cercanos pero
indiferentes a su nueva realidad, las intrigas palaciegas se multiplicaban en
una Corte seducida por la exuberancia local y la pereza del retorno. A pesar de
la lección del obligado exilio y la fatalidad de sus pérdidas en el lejano muelle
de su patria, el poder, con sus venales instrumentos humanos, seguía inmutable gracias
a la réplica artificial de su tradición palaciega.
Aquella
corte que orillaba el exilio a miles de kilómetros, pero que reproducía inalterable
sus peores costumbres, enseña lo difícil que le resulta al poder aprender
de lo inmediato y lo fácil que le supone adaptarse a cualquier medio y
circunstancia por adversos que sean. Al recordar aquel antiguo éxodo institucional, y ahora que la contienda electoral se aproxima y las
cuchillas se afilan, se puede aprender que da igual que el poder y su
ecosistema estén cercanos o alejados de la vida real, porque algunas de sus peores
leyes parecen inmutables. Los hábitos dominan a las razones, los contrastes
vencen a las iniciativas, las pasiones al conocimiento, la herencia a la
capacidad, la afinidad a la propuesta, la ubicación a las ideas, en un laberinto de espejos, donde la
realidad se esconde donde nunca se encuentra, mientras su huidiza apariencia
se multiplica miles de veces hasta confundir. En su libro Democracia Hacker,
César Ramos escribe que tarde o temprano las crisis pasan, y los políticos dejan
de ser considerados como uno de los principales problemas de los ciudadanos. Pero
ahora, a punto de comenzar el espectáculo democrático de la oferta y la demanda,
resultaría insoportable un juego del gato y el ratón entre política y realidad.
Se necesitan con urgencia más ideas, imaginación e ilusión, y sobran empujones e inercias,
sobre todo porque este país no tiene a su alcance remotos ultramares donde
refugiarse, mientras los que vienen del norte consolidan su conquista.
Autor: Algón Editores
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