jueves, 9 de abril de 2015

LA SUPERFICIE DE LAS PALABRAS

Uno de los efectos más indeseables del darwinismo social inoculado en las sociedades contemporáneas es la enfermiza obsesión por la rivalidad. Algunos viven por y para esa competencia, que siempre exige vencedores y vencidos. Un fenómeno habitual en ambientes deportivos, empresariales, e incluso académicos, que por desgracia también sacude al mundo de la creación artística o literaria. Como muestran las recientes declaraciones de Michael Hirst, el guionista de series televisivas como Vikingos, en las que afirmaba ufano que “la novela está muerta. Para entender el mundo bastan internet y el video a la carta.” Un argumento tan viejo como aquellos que amenazaban, sucesivamente y sin éxito relevante, con el apocalipsis del final de los libros cuando se inventó el cine, la radio, la televisión, las tabletas o los ebooks. El sr. Hirst defiende un modelo narrativo que a su juicio no es posible encontrar hoy en una novela, apoyándose en un dudoso argumento estadístico, un libro tiene una venta media de unos pocos miles de ejemplares, mientras que una serie de televisión se emite en más cien países y la ven millones de personas. Pero en realidad no tenía necesidad de tal argumento, porque los más famosos toreros, cantantes, zascandiles o equipos galácticos de fútbol, siempre han superado en número de seguidores a cualquier novela. Para ese viaje no hacían falta estas alforjas.

Pero ya puestos a comparar en estos términos la novela con las series de televisión, se podría recurrir también al ejemplo de la fast food y la comida tradicional de calidad. Es indudable que hoy se comen más hamburguesas y pizzas en el mundo que garbanzos, lo que no justifica renunciar a lo tradicional porque pueda parecer una práctica vintage de minorías trasnochadas. Pero lo más curioso, pensando en ese argumento de la sobrevenida debilidad narrativa de la novela, es esa necesidad de sobrevalorar la absoluta linealidad (a menudo intermitente) de una serie, que además padece una extraordinaria caducidad. Pero no merece la pena enredarse en este debate. Alejémonos de esa batalla tan artificial como imaginaria, que no conduce a nada salvo a un empobrecimiento cultural innecesario. Recordemos lo que decía el inefable Nick Cave, en el magnífico documental 20.000 días en la Tierra, “al fin y al cabo no me interesa lo que entiendo bien. Lo que he escrito estos años es solo una fachada. Hay verdades que se esconden bajo la superficie de las palabras. Verdades que emergen sin avisar, como la joroba de un monstruo marino y que luego desaparecen”.


Lo importante no es el formato sino el contenido, algo que parece olvidar estos falsos profetas de los nuevos tiempos. Qué fatiga tanto dislate a costa de infantiles competiciones para la nada. Qué oportunidad perdida para un prudente silencio. Qué aburrimiento ante tan viejos debates. Pero les avisamos, nosotros a lo nuestro, inasequibles al desaliento. Publicaremos pronto una nueva novela y no tratará de fieros vikingos. Porque nos va esa marcha de la hablaba Nick Cave, esa que gusta de “crear un espacio donde la criatura pueda abrirse paso entre lo real y lo que conocemos. Ese reluciente espacio donde se cruzan la imaginación y la realidad, donde existen todo el amor, las lágrimas y la felicidad.” Y eso, para nuestra fortuna o desgracia, sólo lo sabemos hacer publicando algo tan clásico, minoritario, asequible, maravilloso y sugerente como una novela. 

Autor: Algón Editores

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