En
su libro Mitologías Roland Barthes escribió que no era posible filmar una película
de romanos con actores sin flequillo. No se podía concebir una varonil frente en
aquella época histórica sin una exuberante superficie capilar, porque era
imprescindible representar el carácter romano, con sus valores del derecho, la
virtud y la conquista. Barthes añadió que los rotundos discursos, las frases
para la historia, el debate de cuestiones universales, de emperadores,
generales o senadores romanos, debían su credibilidad a la fortaleza y
abundancia del cabello sobre la frente. A menudo las ideas y su forma de
expresarse son deudoras de elementos inicialmente inapreciables o poco
relevantes, que sin embargo resultan útiles para conferir verosimilitud. Como
los afamados arquitectos que visten de negro en evidente contraste con sus
creaciones habituales, los cantantes de románticas baladas empeñados en el disfraz
de predicadores del medio oeste, los brokers financieros con camisas adornadas
por unos gemelos obstinados en aporrear sin misericordia los teclados donde ejecutan
las órdenes que gobiernan el mundo, los multimillonarios alérgicos al peine, o
los chefs de moda que abusan de un look maoísta aunque no se aproximen a un
fogón.
Pero
en el extraño mundo de los escritores es complicado encontrar esas pautas tan
recurrentes. Seguramente esta es la razón por la que Michel Foucault afirmara en
una ocasión que uno de los principios éticos fundamentales en la escritura
contemporánea es la indiferencia de quien escribe, por la libertad que el texto
asume cuando abandona el dominio de su autor para adentrarse en la esfera
individual de quien lee. Aunque el autor siempre está presente, el lector ocupa
el espacio que se ofrece en la obra. Ya lo dijo Beckett, “qué importa quién
habla, qué importa quién habla”. Foucault también dijo que uno de los cambios
recientes más significativos fue el desplazamiento del protagonismo de la
muerte como colofón del héroe, a una escritura ligada al sacrificio. De una
obra obligada a la inmortalidad, a una escritura con derecho a matar, a ser
asesina de su autor.
Un
marco ético que nos convierte en los seres más sociales de la Historia, porque
la identidad individual cede voluntariamente su protagonismo al espacio común
donde se puede ejercer la libertad, en un mundo sin esos héroes que surgen de
la fatalidad. La identidad individual es simultáneamente social, porque los perfiles
se construyen a partir de comentarios colectivizados de “me gusta” o “no me
gusta” o “compartir”. Cioran afirmó que por cansancio ya no necesitaba, y por
tanto no le interesaba, su faceta de luchador en la que utilizaba la negación
como una especie de liberación. Hoy la identidad individual necesita
acompañarse de accesorios para afirmarse, porque el espacio político vive dominado
por la ausencia de negación. Un espacio público que aún no ha encontrado una
visión que integre ese juego de identidades sociales e individuales, para que el
ser humano perciba que aún domina su destino. En las películas de romanos era
unánime la ausencia del poder sin flequillo, como la sociedad actual vive
dominada por muchas instituciones caducas inventadas en el pasado. Lo normal
hoy es la dificultad para proponer ideas, valores, derechos, incluso virtudes
públicas e individuales, sin estructuras postizas que antepongan un velo que dificulte
la visión de la realidad. Precisamente un emperador representado en esculturas
con rizadas barba y cabellera, el filósofo Marco Aurelio, dijo que el mundo no
es más que transformación, y la vida solamente opinión. Como si en aquella
época, además de peluqueros, ya conocieran las redes sociales por internet. Si
es que nunca dejaremos de sorprendernos.
Autor: Algón Editores
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