Si el destino existe, esta semana ha decidido
conspirar contra el inmovilismo que adormece las conciencias. Hace pocos días,
Obama descubrió una estatua de homenaje a la admirable Rosa Parks, aquella
valiente mujer, menuda, sola, sin más protección que su propio coraje y la
mirada fija en el cristal de la ventana, que se negó a levantarse de un asiento
exclusivo para blancos en un autobús allá por 1955 y que inspiró un
levantamiento popular por los derechos civiles y contra la segregación racial,
que movilizó a miles de personas lideradas por Martin Luther King. En su
discurso, Obama afirmó que “en un preciso instante, con el más simple de los
gestos, ella ayudó a cambiar América y cambiar el mundo”.
En esta misma semana, el Tribunal
Supremo de los Estados Unidos debatía sobre la validez de una ley federal de
1965 que protege el derecho de voto de las minorías raciales. Una ley para unos
territorios públicamente marcados por su larga tradición racista, concretamente
nueve estados y otros 66 condados, que deben pedir permiso a una instancia federal
para cualquier modificación en sus normativas electorales. Un juez conservador,
John Roberts, ha preguntado “¿es la posición del Gobierno que los ciudadanos
del Sur son más racistas que los del Norte?”, a lo que el brillante magistrado
Stephen Breyer ha replicado “¿de qué crees que iba entonces la Guerra Civil?
Por supuesto que era para tratar a algunos estados diferentes a otros”.
En esta misma semana, la polémica también
arreciaba por una línea de autobuses segregada para trabajadores palestinos y la
ONU publicaba el dato escalofriante del millón de refugiados sirios que han
huido despavoridos de la guerra civil que devasta su país. Esos ancianos,
niños, mujeres, desahuciados, desterrados, que están cruzando las fronteras de
su propia nación con sus abultadas maletas, los más afortunados en
destartalados autobuses, huyendo del horror y de la muerte. Como en una fatal
premonición, Gil, Lorca y James, han dedicado su libro “Siria. Guerra, clanes,
Lawrence”, a “la memoria de las víctimas inocentes, y ante todo innecesarias,
en sociedades democráticas de Occidente y Oriente”. Por desgracia, en estos
días, se ha vuelto a hablar de racismo, víctimas, derechos civiles, crímenes, refugiados,
discriminación, precisamente en países que se nombran democracias.
En esta misma semana, John Lewis,
aquel joven al que un policía le fracturó el cráneo cuando lideraba la
manifestación de 1965 que cruzó el puente Edmund Pettus en Selma, Alabama, después
de recordar aquella mítica ocupación en 1961 de los segregacionistas autobuses
interestatales de los estados sureños por los llamados Freedom Riders, declaraba
solemne que “la marcha todavía no ha terminado”. Nelson Mandela llamó al gesto
de aquel desconocido que se plantó solitario y desarmado ante un tanque en la
plaza de Tiananmen un “momento Rosa Parks”. Un preciso instante, el más simple
de los gestos que cambia el mundo, como lo ha llamado Obama, que empuja a no
ceder el asiento, a permanecer quietos, firmes, con la mirada fija, a pesar del
miedo, sin aceptar lo inaceptable, sin resignarse a nada, sin creer que todo
está perdido y que no existe oportunidad alguna para el cambio. Todo y nada, en
esta misma semana.
Autor: Algón Editores
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