Unos pocos de miles de
pequeños huesecillos nos han brindado la noticia de la identificación de los
genes, dicho con más precisión el ADN secuenciado, de homínidos que vivieron en
Atapuerca hace 400.000 años. En la ya famosa Sima de los Huesos, los más de
6.500 fósiles pertenecientes a unos 28 individuos y un puñado de osos han residido
pacíficamente durante cientos de miles de años hasta convertirse en uno de los
hallazgos más increíbles en la historia del ser humano, en un macabro
repositorio cuya explicación aún está lejana. Toda una orgía científica a la
búsqueda de una visión de un tipo de sociedad ancestral en la que unos tipos algo
raros sobrevivían e incluso se comunicaban. Una noticia que da tanto vértigo
como imaginar qué dirían, dentro de 400.000 años, unos científicos que se
encontraran un puñado de nuestros huesos. Imaginemos por un segundo que, más
allá de nuestra salud y enfermedades, de nuestra alimentación y constitución,
de la simulación virtual de nuestros rasgos, especularan con nuestra sociedad y
les costara entenderla tanto como nos supone imaginarnos hoy la de aquel homo
heidelbergensis que correteaba sobre el suelo de nuestra vieja Castilla.
Es más que probable que se sorprenderían de
hábitos tan singulares como esos miles de libros comprados por gente que nunca
lee, de editores que no editan lo que les gusta, de distribuidores de cultura que
no la alientan, de tiendas de libros con vendedores que no leen, de periodistas
que no publican lo que piensan, de creadores que no arriesgan, de consumidores
que no consumen lo que les haría más felices, de esos millones de personas que
no hacen lo que realmente les gustaría, condenados a una existencia melancólica
y frustrante, como si habláramos de algo tan normal como médicos que no curan,
de líderes que no lideran, o de gobernantes que no gobiernan. Es probable que nuestros
últimos cien años pudieran ser vistos en el futuro sin distinciones entre nietos
y abuelos. Una confusión que nos arrojaría a nuestro pasado más sangriento y
violento, al más innovador y creativo, al más saludable y solidario, al más egoísta
y agresivo, al más audaz e imaginativo, o al más frustrante y alienante, en una
síntesis de confusión perfecta. Es posible que aquel oso que compartía su
existencia con el homínido que vivió rodeado de bosque, agua limpia,
protectoras cuevas y la amenaza de otras fieras salvajes, sería sustituido para
la comprensión de nuestro presente por plásticos, residuos, bloques de piedra
artificial o la amenaza de animales aparentemente civilizados.
Ken Robinson ha escrito en
su último libro, Finding your element, que encontrar tu elemento es vital para
comprender quien eres y qué eres capaz de ser; y que es imprescindible dar con
él para encontrar sentido a tu vida, a lo que haces, en lo que trabajas o a lo
que amas. Una búsqueda que hoy se antoja heroica, y por la que dentro de
400.000 años se preguntarían qué le pasó al ser humano para complicarse tanto
la vida, después de 400.000 años en los que aquel peludo homínido tenía la vida
tan clara como el agua cristalina. Hablando de huesos viejos, tal vez Hamlet
dio con la tecla mientras sostenía en su mano el cráneo del bufón Yorik,
regalándonos el dilema perfecto para entender nuestra era. Ser o no ser, he aquí la
cuestión. ¿Qué es más digno para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la
insultante fortuna o tomar armas contra océanos de calamidades y, haciéndoles
frente, acabar con ellas? Morir..., dormir; no más. Duerma hasta la eternidad nuestro primo
muerto de Atapuerca en los cajones de asépticos laboratorios, mientras por aquí
nos aclaramos antes de que pasen otros 400.000 años y demos un lamentable
espectáculo a nuestros ignaros descendientes.
Autor: Algón Editores
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