En la
novela Todo el mundo odia a Yoko Ono, su autor, Andrés Barrero, describe
una “tranquilidad como si se tratase de un cuadro de Edward Hopper, una de esas estampas en las que todo parece apacible pero existe una indefinible sensación de que algo sórdido ocurre sin que se sepa muy bien qué”. Una imagen de una normalidad
cotidiana que podría ocultar en sus entrañas una maldad o una tragedia que no acaban
de mostrarse, o tal vez la violenta y fatal rotundidad de lo anodino. Los
cuadros de Hopper siempre nos abandonan a la duda, incluso a una incómoda ansiedad, como invitados
mudos de una escena en la que se nos permite mirar en silencio pero no
intervenir. La ropa de los protagonistas, la simplicidad de las habitaciones de
hotel, la luz mortecina que domina la noche de una solitaria cafetería, muestran
una soledad que nos afecta, aunque los códigos estéticos y ambientales hayan
cambiado desde hace décadas. Mientras que aquella soledad hopperiana, poblada
de rostros huidizos, aparecía silenciosa y austera con una sobrecarga de equívoca
realidad, hoy habría que recurrir al ruido, al exceso desbordante, al
espectáculo, a la inefable semiótica de grafitis dominados por una geometría de
afiladas aristas y grosero gigantismo facial, al reluciente y aséptico barroquismo
de aeropuerto o de centro comercial, a la embarrada carpa sembrada de miles de
zapatos que no distinguen entre clases sociales, al movimiento celular de una autopista
o a los restaurantes de comida rápida diseñados para cerebros infantilizados, para
mostrar el lado más oscuro y solitario de nuestra sociedad.
Lo paradójico
es que Hopper pintó aquellos cuadros melancólicos en épocas de prosperidad,
mientras que hoy, en la crisis moral y política más profunda de décadas, la
soledad se pierde obscenamente en un reinado de inservibles vehemencias sin margen
para la vacilación. Richard P. Feynman nos enseñó que no existe autoridad que pueda
decidir qué idea es buena y por tanto no necesitamos a ninguna que nos la
muestre; pero hoy asumimos con una temible facilidad vivir rodeados de poderes,
siempre tan semejantes como ordinariamente anónimos pese a sus costosas
campañas de marketing y encumbradas tribunas, que nos obligan a una realidad plana,
lineal, constreñida, ausente de cualquier rastro de ambigüedad o matiz.
Por
desgracia hoy el contexto vence a la perspectiva, porque la duda pública sustantiva
ha desaparecido, no está de moda, no tiene cabida en los miles de contenidos
que se vuelcan diariamente en televisión, radio o internet. Aunque tenemos a
nuestro alcance una información colosal que hubiera hecho enrojecer de envidia
a nuestros antepasados, la cruel realidad es que seguimos siendo torpes para
diagnosticar y resolver problemas sencillos de la vida cotidiana. El maestro Feynman
escribió que dudar es de gran valor para poder pensar en términos de progreso,
porque sin dudas o incluso sin ignorancia no se formularían preguntas y por tanto
no existirían ideas nuevas, y sin estas nunca sabríamos qué es lo realmente
verdadero, conformándonos con una realidad escasamente complaciente con nuestra
libertad. Hay que dudar para existir, confundir para pensar, negar para
construir, atreverse para descubrir, disentir para crear, distanciarse para ver
e imaginar para ser feliz. O como escribe con implacable belleza Andrés Barrero,
“reía tanto como lloraba, hablaba tanto como callaba y miraba tanto como
cerraba los ojos”.
Autor: Algón Editores
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