viernes, 3 de mayo de 2013

VERGÜENZA Y BANALIDAD


Hace unos pocos días el New York Times publicaba un pequeño reportaje sobre un grupo autodenominado Poetas en Lugares Inesperados. Cinco poetas y una cantante armada con su guitarra, que leen y tocan su obra en un vagón del metro, una plaza, una tienda de comida, un autobús urbano, luchando contra la desidia de viajeros apresurados que esconden su mirada en un periódico o fijan su mirada en un infinito improbable protegidos por sus auriculares, atentos al más mínimo gesto de atención para sentirse reconocidos. Pero poco a poco van consiguiendo pequeñas victorias, como esa ocasión en la que todos los pasajeros se les unieron en un coro imprevisto, o esos temblorosos móviles que cada vez con más frecuencia graban la declamación de un poema para disfrutarlo más tarde en la intimidad o para sorprender a un ser amado. 
Un ejemplo perfecto de los rocambolescos vericuetos que las expresiones culturales contemporáneas han de recorrer para conseguir un público. En esta extraña regresión histórica que estamos viviendo, en el que asistimos a un democrático distanciamiento entre clases sociales y a una educada extinción de la clase media, la cultura parece haberse convertido en una víctima propiciatoria. Podríamos llamarlo el síndrome “del Mesías”, porque la cultura parece haberse convertido en algo parecido al violín más famoso del planeta, el Stradivarius llamado el mesías, que fue donado por una familia al Museo Ashmolean de Oxford con la condición insalvable de que nunca se volviera a usar como instrumento musical y quedara atrapado para siempre en una vitrina. Un violín que ya no es un violín. Como aquellas ruinas arqueológicas que servían de fondo en los retratos de los nobles en el siglo XVIII. La cultura convertida en una excusa comercial, en un producto acumulativo, indistinguible, fácil, común,inhumano, pasivo, autosuficiente, sin intermediarios, abundante, perfecto para un consumo voraz e inmediato. La victoria definitiva del canal de venta sobre el producto.
Un escuálido triunfo mercantil que en verdad resulta pobre, excéntrico, ruidoso, feo e insalubre. En realidad, una guerra asimétrica librada por la extinción del patrocinio público y privado, que enfrenta a un Goliath en forma de concentración internacional de las llamadas industrias culturales; de tolerancia institucional con las cadenas oligopólicas de producción, distribución y consumo; de penosa legitimación de dudosas e interesadas interlocuciones; de impresentable indiferencia ante el cierre de galerías de pintura, pequeñas librerías, editoriales independientes; de abuso colonizador y empobrecimiento de lamentables bestsellers y exponenciales crecimientos de audiencias gracias a la consolación contemplativa de basura en imágenes; frente a ese David materializado en cada creador que compone, escribe o pinta en soledad, en ese editor que invierte en cada obra como si la vida le fuera en ello, en ese galerista que defiende con pasión cada cuadro expuesto en una de sus paredes, ese poeta que declama en un autobús sin más arma que su propia voz y un trozo de papel, en esos generosos francotiradores anónimos motivados por el amor a la verdadera cultura y esos blogueros que no se dejan influir. Esta es la batalla cultural de nuestra época, esa que se alimenta de la falsa creencia de una república independiente de cada casa, gobernada sobre ese puñado de euros que confunde libertad con propiedad, belleza con consumo, conocimiento con ingestión, esa de zoquetes que no distingue entre democracia y mercado,entre vergüenza y banalidad.

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