Que un libro refleja la vida se evidencia en la
expresión cotidiana “pasar página”. Ese dejar atrás lo que fue para
aventurarnos en lo que podrá ser. Aunque el
filósofo francés Michel Serres dijo que no existimos sin un relato de nosotros
mismos, ahora más que nunca es oportuno preguntarse si estamos ante un relato
por escribir o ante la fatalidad de un montón de hojas en blanco por delante. Porque
convendrán que los tiempos actuales parecen
empeñarse en someter al homo sapiens a una impúdica desnudez, precariamente
camuflada por funestas regresiones históricas. Este siglo XXI en el que la humanidad sigue
siendo vulnerable al problema de la supervivencia, especialmente agravado por
una estupidez en forma de obligaciones y cargas superficiales, que aparecen ridículamente
como imprescindibles para sostener un cierto decoro de ciudadanía.
Serres escribe que estamos ante una nueva
humanidad, a pesar de que las
nuevas tecnologías sean demasiado antiguas en sus objetivos y alcances, y
extraordinariamente nuevas en sus realizaciones. Precisamente
en un momento en el que el conjunto de las ciencias ha dado lugar a un gran
discurso, que se desarrolla como un río que constituye actualmente el
fundamento de nuestra cultura. Una nueva situación que como advierte este
filósofo no está definida por el éxito de lo virtual, porque todo ese actual
ingenio desplegado palidecería ante el virtuosismo del teorema de Pitágoras o
invenciones como el número 0. Igualmente virtual que aquel hilo
invisible que en el pasado ligaba la realidad del ser humano con su vocación de
soñador de futuros. Como esa extraordinaria coincidencia de los numerosos relatos
en los que abundaban los rebeldes como protagonistas, como Guillermo Tell,
Ivanhoe, D´Artagnan, Peter Pan, el Conde de Montecristo, Robin Hood, Nemo, Tom
Sawyer, incluso el Mío Cid, con un planeta ocupado por una mayoría de
agricultores que
sólo poseían la imaginación como arma contra su realidad. Probablemente nos
quede todavía algún rescoldo de nuestro pasado rústico, en esa ensoñación tan
habitual como urbana, que asocia liberación con la huida de la ciudad y el
refugio de una casa austera, sólo rodeada por el gorjeo de los pájaros y el paso
del viento entre las ramas. Hilos virtuales del pasado, en los que habitaba un
mal dotado de personalidad reconocible, y cuya desaparición abría las puertas a
un futuro en el que reinaría para siempre la felicidad colectiva. Una hilaza
que tal vez se rompió cuando el poder dejó de tener rostro, de ser reconocible,
visible, agresivo, inalcanzable; para pasar a ser plebeyo, disperso, seductor,
cercano, aunque informe.
Pensando en los
cantos de algunos pájaros, el problema no proviene de ese empeño en reducir el
relato del mundo a una inmisericorde acumulación de párrafos limitados a 140
caracteres. O de la queja de Serres, que hace unos años protestaba porque en
las paredes de París había más letreros en inglés que alemanes durante la
ocupación nazi. La contrariedad no reside en los formatos, soportes o lenguajes.
Los libros, los diálogos, los intercambios de conocimiento, las miradas sabias
o cómplices, el mestizaje, encarnan la vida. Por eso hay pasados que habría que
entender bien antes de pasarlos con apresuramiento; por eso habría que evitar
ese aire de superioridad que gusta de despreciar el poder de la imaginación, de
la fantasía, y que además disfruta con la infantilización de las parábolas, las
utopías o de las fábulas. Porque la verdadera amenaza crece ante nosotros cuando
por delante no hay nada más que páginas en blanco, cuando no se atisba nada más
que una fatalidad del vacío tan penosa como insoportable.
Autor: Algón Editores
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