A
un importante grupo de físicos le merodea estos meses una idea radical y
turbadora, tras el fascinante descubrimiento del bosón de Higgs el año pasado. Años
de conocimiento científico e incluso siglos de guerras, leyes, gobiernos,
religiones e ideologías, pueden estar asomándose al borde del más absoluto sinsentido
por una discreta sospecha que crece en el seno de ese descubrimiento
científico. Tras extraños resultados de numerosos experimentos realizados en
las últimas décadas, el reciente encuentro con esa partícula elemental está invitando
a esos científicos a pensar seriamente que el Universo no tiene sentido. A su
juicio, lo más probable es que las llamadas leyes de la naturaleza sean los
efectos de cambios aleatorios, incluso caprichosos y arbitrarios, en el tejido
espacio tiempo. Una realidad sorprendente, si además le unimos la polémica
teoría de cuerdas, que sostiene que las partículas materiales aparentemente
puntuales son en realidad estados “vibracionales” de un objeto extendido más
básico llamado “cuerda” o “filamento”.
Ayer
jueves, 13 de junio de 2013, la portada del Financial Times nos informaba de
las tarifas de datos humanos para el reputado mercado global de bienes y
servicios. Tras la penosa noticia de la Administración Obama hurgando en los
cubos de basura digital de media humanidad, ahora sabemos, gracias a ese
periódico, que podemos obtener por unos 85 dólares un listado de personas, con
nombres y apellidos, que quieren identificar a sus padres o que acaban de
comprar una casa; o una relación de seres humanos con sus datos de edad, género
y residencia, que se puede conseguir por unos módicos cincuenta centavos por
persona. Incluso un censo de individuos con graves enfermedades que puede
obtenerse por la accesible cifra de 260 dólares. Hoy las sofisticadas
computadoras se agitan alborozadas gracias a esos millones de datos personales,
conectadas por invisibles hebras que transportan billones de privativas informaciones.
Un espacio y un tiempo en el que la exhibición y la vulnerabilidad personales
han dejado de ser noticia, para mayor gloria de un ecosistema poblado de
víctimas ignorantes y propiciatorias para unos mercados refinados y efímeros, discretos
y asimétricos. Un mercado persa planetario, sometido a una necesidad biológica insaciable
de datos, pautas, recurrencias y dispersiones estadísticas, para poder afirmar su
propia vigencia. Ahora que ya sabemos que no somos particulares materias
puntuales, en esta realidad tan aleatoria como caprichosa, es para tirarse de
los pelos descubrir por fin cuánta mentira se ha camuflado, siglo tras siglo,
en uniformes, discursos, hábitos, lanzas, columnas, banderas, flechas,
estatuas, cañones y proclamas, para acabar reptando por las redes como vulgar alimento
de fibras trepidantes a golpe de vulgares hipotecas y un sin número de frustraciones
cotidianas.
La
vida debería ser algo más que eso, ahora que el Universo nos enseña nuestra
humildad existencial. Por eso hay que sospechar de la virtualidad última de esos
millones de datos que hoy nos gobiernan, mientras no demuestren que también han
incluido en sus cifras a esos que nunca leyeron a Cortázar, o aquellos que no lloraron
con la muerte de madame Butterfly, que tampoco suspiraron ante la belleza de una
Venus, que nunca gozaron con la mirada fascinada de un niño que oía de sus
labios un cuento, de aquellos que jamás se emocionaron con los filamentos vibrantes
de poderosos versos, párrafos, rimas, viejas melodías, proezas extraordinarias
y aventuras imposibles. Hay que sospechar, tras descubrir que el universo no
tiene sentido y que las leyes de la naturaleza no son sino resultado del azar, del
desprecio del ser humano al prodigio de la inteligencia para vivir mejor que
sus antecesores. Sospecho, por fortuna, que no va ser fácil librarse de tanta
sospecha, mientras todavía alguien sea capaz de encontrar pequeños tesoros que
están al alcance de cualquier mano, moderando la importancia de esa masa de
noticias superfluas que navega impunemente, entre piratas impresentables y patéticos
poderes, tras la tecla que se obstina silenciosa frente a su dedo. Bendita
sospecha íntima y particular, que permite respirar entre tanto sinsentido
universal, de todos aquellos que aman, imaginan y sueñan, haciendo algo tan solitario,
radical y por desgracia minoritario, como gozar de ese universo consentido en las
páginas de un libro. ¿Quiénes serán todos esos desgraciados que se perdieron la
felicidad mientras vivían conectados?
Autor: Algón Editores
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