Groucho Marx, en sus
Memorias de un amante sarnoso, refiriéndose a la campaña que pretendió
impulsarle a la vicepresidencia de los Estados Unidos, afirmaba que la primera
cosa que su nación necesitaba era un buen bocadillo de jamón. Él escribió “me
refiero al simple y anticuado bocadillo compuesto exclusivamente por pan y
jamón, que fue una institución nacional hasta que los bares y cafeterías, con
su pasión por las cosas mezcladas, lo han echado todo a perder”. Tras otras
urgencias que él consideraba importantes para su país, como un traje especial
para llevar el tabaco sin el típico y anti-estético bulto, una lavandería que
con cada camisa enviara una cajita de alfileres que evitara tener que quitarlos
uno a uno, o un aspirador que no alterara con su infernal ruido el descanso en
la siesta, Groucho concluía que la necesidad más probable para su país era
disponer de unos cuantos ensayistas de primera categoría.
Una ausencia de pensamiento
de calidad que podría explicar la información publicada ayer en el Wall Street
Journal, que aseveraba con notable desparpajo que “mientras el record en desempleo
empeora en una España atormentada por sus deudas, los consumidores buscan
consuelo en una botella de ginebra”. Por lo visto, pese a la caída en los
últimos cinco años del consumo de bebidas espirituosas en España, la ginebra ha
experimentado tal aumento en las ventas que nos ha convertido en su tercer
consumidor mundial. Una proeza que no nos libera del penoso club de los países
llamados “pigs”, pero que al menos nos coloca de los primeros en alguna
clasificación global, aunque sea a costa de ser vistos como una nación que ahoga
sus penas y errores en el alcohol. Un país que se lo bebe, mientras los
salarios medios retroceden diez años y se alcanza el trágico récord de tres
millones de pobres extremos. Un indudable éxito global, que debería ser imitado
por naciones hermanas en el infortunio, porque no compensa tanto empeño y
frustración inútiles, mientras una nación pueda perderse entre la brumosa y
falsa felicidad de la ingesta alcohólica.
No sé si la clave reside en
aquello que escribió John Berger sobre la tragedia de una España cuya paradoja
histórica es haber estado y seguir estando atada “a un potro de tormento
histórico”. Más de diez siglos, a decir de Berger, en los que no han surgido,
como en otros países, esas contradicciones que pueden llevar a un nuevo
desarrollo, mientras existió sólo “una pobreza inalterable y un equilibrio
aterrador”. Esa miseria moral materializada en los codazos de las barras, los
restos de comida por los suelos, sujetando grasientas y correosas tapas, rodeados
de mesas vacías, aviones fantasmas, aseos que deberían estar tipificados en el
código penal, polígonos desiertos, instituciones intervenidas por un poder
foráneo de aire neocolonial, resurrección de las viejas y pobres hidalguías, animados
por la algarabía de ese botellón rodeado de estridentes letreros con la leyenda
de “se vende”, con hoteles arrastrados al lowcost, museos condenados al
silencio de sus paredes, el empobrecimiento de escuelas y hospitales, cierre de
bibliotecas, éxodos de cerebros, engañados por cócteles pijos mientras
olvidamos la importancia de un buen bocadillo de jamón, sin las artificiales
componendas que camuflen la auténtica calidad de nuestra salud nacional, y, lo
que es peor, como decía Groucho, sin resolver la verdadera urgencia, esos
ensayistas ausentes de primera categoría que nos muestren nuestras vergüenzas y
sus posibles soluciones. Es el tormento de nuestros días, nuestro potro de
tortura, esa ausencia de políticos e intelectuales que nos canten las
excelencias de un simple, sencillo, no adulterado, sano y patriótico bocata de
jamón.
Autor: Algón Editores