jueves, 7 de mayo de 2015

ELOGIO DE LA PALABRA

El maestro Vargas Llosa afirmaba hace pocos días que si la palabra es reemplazada por la imagen peligra la imaginación, se corre el riesgo de que desaparezca la libertad, la capacidad de reflexionar e imaginar y otras instituciones como la democracia. Un riesgo que se evidencia en el vehemente gesto de aquellos tramposos agoreros que afirman algo tan exótico como que las series de televisión han venido a enterrar a la novela. Durante siglos la enseñanza de la retórica fue uno de los pilares de la educación, porque aprender el arte del razonamiento, de la crítica, de la argumentación, del contraste de opiniones, era fundamental para perseguir el conocimiento. Un método para comprender el mundo con el humilde recurso de la palabra, sin sofisticados y ortopédicos artilugios. Por desgracia, una de las herencias culturales del pasado más reciente es el ruinoso protagonismo, tan chocante como inútil en la era de internet, de confundir educación con memorizar datos, categorizar la realidad mediante sistemas preestablecidos, acumulando información a menudo innecesaria, que ha arrinconado el uso virtuoso del diálogo. Una desgracia histórica inoculada como un veneno en aquellos que se entregan sumisos al relato efímero de imágenes intrascendentes, arrobados por un mundo artificial diseñado para distracción y refugio de su propia vida.

Entre la realidad y la ficción reside algo tan perverso como lo verosímil. Estos tiempos parecen preferir que lo posible sustituya a la certeza, creando dimensiones virtuales de aspecto creíble con nefastos efectos secundarios. Desde tiempos inmemoriales, un fenómeno que parece haberse acentuado últimamente, las tiranías ofrecían apariencias para justificar su ilegítimo y abusivo poder. Con recursos tan banales como el sentido común, el “sentir” de la mayoría, lo que “pide” el pueblo, lo que “debe” ser, o la preeminencia de creencias, prejuicios, o fingidas sospechas, se construyen interpretaciones inspiradas en lo probable que se compadecen mal con la realidad. Tanto en la política, en la administración de la justicia, en las empresas, en la comunicación, el marketing, como en el entretenimiento de masas, el abuso de lo verosímil ha hecho innecesario lo cierto, para que el éxito venza a la verdad.


El silencio violento de la libertad de expresión mediante su control preventivo gracias al poder o el dinero, la práctica desaparición de la presunción de inocencia, la ambigua confusión de los mensajes públicos, o los populares dobles raseros, son desgraciados ejemplos de la debilidad de la palabra por esas triquiñuelas hipnóticas que persiguen, durante sucesivas e infinitas temporadas, la intrusión en nuestros hogares de zombis, vampiros, fantasmas y oscuros poderes, tolerada gracias a la renuncia colectiva a las reglas gramaticales básicas de una sociedad realmente libre. Las personas de honor siempre juraban con aquella fórmula tan bella de “doy mi palabra”, la entrega de lo más valioso de una persona en su compromiso y su verdad, algo hoy tan socialmente irrelevante y escaso como un libro, un debate de personas libres o un discurso creíble. Este es el inquietante riesgo de debilitar el valor y virtud de la palabra, porque, como dijo con acierto un viejo sofista griego, “es de la naturaleza vivir y morir, pero nosotros vivimos de lo que es nuestro interés y morimos de lo que no lo es”.