El
maestro Vargas Llosa afirmaba hace pocos días que si la palabra es reemplazada
por la imagen peligra la imaginación, se corre el riesgo de que desaparezca la
libertad, la capacidad de reflexionar e imaginar y otras instituciones como la
democracia. Un riesgo que se evidencia en el vehemente gesto de aquellos
tramposos agoreros que afirman algo tan exótico como que las series de
televisión han venido a enterrar a la novela. Durante siglos la enseñanza de la
retórica fue uno de los pilares de la educación, porque aprender el arte del
razonamiento, de la crítica, de la argumentación, del contraste de opiniones,
era fundamental para perseguir el conocimiento. Un método para comprender el
mundo con el humilde recurso de la palabra, sin sofisticados y ortopédicos artilugios.
Por desgracia, una de las herencias culturales del pasado más reciente es el ruinoso
protagonismo, tan chocante como inútil en la era de internet, de confundir
educación con memorizar datos, categorizar la realidad mediante sistemas
preestablecidos, acumulando información a menudo innecesaria, que ha arrinconado
el uso virtuoso del diálogo. Una desgracia histórica inoculada como un veneno
en aquellos que se entregan sumisos al relato efímero de imágenes
intrascendentes, arrobados por un mundo artificial diseñado para distracción y
refugio de su propia vida.
Entre
la realidad y la ficción reside algo tan perverso como lo verosímil. Estos tiempos
parecen preferir que lo posible sustituya a la certeza, creando dimensiones
virtuales de aspecto creíble con nefastos efectos secundarios. Desde tiempos
inmemoriales, un fenómeno que parece haberse acentuado últimamente, las
tiranías ofrecían apariencias para justificar su ilegítimo y abusivo poder. Con
recursos tan banales como el sentido común, el “sentir” de la mayoría, lo que
“pide” el pueblo, lo que “debe” ser, o la preeminencia de creencias, prejuicios,
o fingidas sospechas, se construyen interpretaciones inspiradas en lo probable
que se compadecen mal con la realidad. Tanto en la política, en la
administración de la justicia, en las empresas, en la comunicación, el
marketing, como en el entretenimiento de masas, el abuso de lo verosímil ha
hecho innecesario lo cierto, para que el éxito venza a la verdad.
El
silencio violento de la libertad de expresión mediante su control preventivo gracias
al poder o el dinero, la práctica desaparición de la presunción de inocencia, la
ambigua confusión de los mensajes públicos, o los populares dobles raseros, son
desgraciados ejemplos de la debilidad de la palabra por esas triquiñuelas
hipnóticas que persiguen, durante sucesivas e infinitas temporadas, la intrusión
en nuestros hogares de zombis, vampiros, fantasmas y oscuros poderes, tolerada
gracias a la renuncia colectiva a las reglas gramaticales básicas de una
sociedad realmente libre. Las personas de honor siempre juraban con aquella
fórmula tan bella de “doy mi palabra”, la entrega de lo más valioso de una
persona en su compromiso y su verdad, algo hoy tan socialmente irrelevante y
escaso como un libro, un debate de personas libres o un discurso creíble. Este
es el inquietante riesgo de debilitar el valor y virtud de la palabra, porque,
como dijo con acierto un viejo sofista griego, “es de la naturaleza vivir y
morir, pero nosotros vivimos de lo que es nuestro interés y morimos de lo que no lo es”.