jueves, 16 de abril de 2015

UNA TEORÍA DEL FLEQUILLO

En su libro Mitologías Roland Barthes escribió que no era posible filmar una película de romanos con actores sin flequillo. No se podía concebir una varonil frente en aquella época histórica sin una exuberante superficie capilar, porque era imprescindible representar el carácter romano, con sus valores del derecho, la virtud y la conquista. Barthes añadió que los rotundos discursos, las frases para la historia, el debate de cuestiones universales, de emperadores, generales o senadores romanos, debían su credibilidad a la fortaleza y abundancia del cabello sobre la frente. A menudo las ideas y su forma de expresarse son deudoras de elementos inicialmente inapreciables o poco relevantes, que sin embargo resultan útiles para conferir verosimilitud. Como los afamados arquitectos que visten de negro en evidente contraste con sus creaciones habituales, los cantantes de románticas baladas empeñados en el disfraz de predicadores del medio oeste, los brokers financieros con camisas adornadas por unos gemelos obstinados en aporrear sin misericordia los teclados donde ejecutan las órdenes que gobiernan el mundo, los multimillonarios alérgicos al peine, o los chefs de moda que abusan de un look maoísta aunque no se aproximen a un fogón.

Pero en el extraño mundo de los escritores es complicado encontrar esas pautas tan recurrentes. Seguramente esta es la razón por la que Michel Foucault afirmara en una ocasión que uno de los principios éticos fundamentales en la escritura contemporánea es la indiferencia de quien escribe, por la libertad que el texto asume cuando abandona el dominio de su autor para adentrarse en la esfera individual de quien lee. Aunque el autor siempre está presente, el lector ocupa el espacio que se ofrece en la obra. Ya lo dijo Beckett, “qué importa quién habla, qué importa quién habla”. Foucault también dijo que uno de los cambios recientes más significativos fue el desplazamiento del protagonismo de la muerte como colofón del héroe, a una escritura ligada al sacrificio. De una obra obligada a la inmortalidad, a una escritura con derecho a matar, a ser asesina de su autor.


Un marco ético que nos convierte en los seres más sociales de la Historia, porque la identidad individual cede voluntariamente su protagonismo al espacio común donde se puede ejercer la libertad, en un mundo sin esos héroes que surgen de la fatalidad. La identidad individual es simultáneamente social, porque los perfiles se construyen a partir de comentarios colectivizados de “me gusta” o “no me gusta” o “compartir”. Cioran afirmó que por cansancio ya no necesitaba, y por tanto no le interesaba, su faceta de luchador en la que utilizaba la negación como una especie de liberación. Hoy la identidad individual necesita acompañarse de accesorios para afirmarse, porque el espacio político vive dominado por la ausencia de negación. Un espacio público que aún no ha encontrado una visión que integre ese juego de identidades sociales e individuales, para que el ser humano perciba que aún domina su destino. En las películas de romanos era unánime la ausencia del poder sin flequillo, como la sociedad actual vive dominada por muchas instituciones caducas inventadas en el pasado. Lo normal hoy es la dificultad para proponer ideas, valores, derechos, incluso virtudes públicas e individuales, sin estructuras postizas que antepongan un velo que dificulte la visión de la realidad. Precisamente un emperador representado en esculturas con rizadas barba y cabellera, el filósofo Marco Aurelio, dijo que el mundo no es más que transformación, y la vida solamente opinión. Como si en aquella época, además de peluqueros, ya conocieran las redes sociales por internet. Si es que nunca dejaremos de sorprendernos. 

Autor: Algón Editores

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