jueves, 24 de enero de 2013

TRAGICOMEDIA CASTIZA EN UN SOLO ACTO


El viejo Marx escribió que cuando la Historia se repite, lo hace primero como tragedia y después como farsa. Una sentencia que se asoma estos días como una cruel guillotina sobre las inquietantes similitudes del presente con un antiguo capítulo de nuestra Historia nacional. Una fatal coincidencia que justifica sobradamente el padecer intensas sensaciones de vértigo e incluso mareo. A finales del siglo XIX, la Restauración alternaba gobiernos conservadores y liberales, con graves problemas de corrupción política y caciquismo local, en un proceso de centralización administrativa acompañado de inevitables tensiones con los nacionalismos catalán y vasco, además de provocar un intenso malestar social que derivó en masivas movilizaciones de protesta de las clases trabajadoras. A pesar de las naturales resistencias e intermitentes pasos atrás de los gobiernos conservadores, se iban aprobando reformas como la libertad de asociación, la libertad de prensa, la extensión del sufragio universal a los hombres o la institución del jurado. Pero estos avances no evitaron que las hambrunas, las epidemias, la creciente desigualdad entre españoles, las emigraciones, una realidad económica que daba la espalda a la revolución industrial que explosionaba en Europa, distanciaran cada vez más a España de sus vecinos, en un hiato que aún colea y que ya resulta más que indigesto.


Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez, acompañaban con sus implacables relatos a aquellos intelectuales, como Costa o Macías Picavea, que denunciaban un atraso indecente y revindicaban una “regeneración” de España. Los golpes del 98, las sucesivas derrotas internacionales, la creciente desconfianza y desapego del pueblo con las instituciones, su profiláctico escepticismo contra los grandilocuentes discursos voceados desde el elegante atril del hemiciclo legislativo, junto con una arraigada sensación de abismo e incluso de rabia, reclamaban cambios tan profundos como ambiciosos. Significativamente, en los primeros años del siglo XX fracasó la reforma llamada “desde arriba”, aquel vano intento de arreglar los problemas por quienes precisamente eran sus causantes. Era la impotencia de un sistema político sordo a la realidad nacional, radicalmente distante de los anhelos sociales de reforma, incapaz de integrar a los que demandaban actos de profundo calado en una agenda de modernización urgente. Una necesidad histórica que los políticos que dominaban la vida parlamentaria de la época fueron incapaces de afrontar, más preocupados por conservar menguantes espacios de poder, con el abusivo recurso a penosas argucias e ineficaces distracciones, que en metabolizar y superar los retos que los tiempos planteaban.

Es difícil advertir en estos momentos, confundidos por un aluvión de malas noticias, los sutiles matices entre la tragedia y la farsa. Pero tan oscuras coincidencias con el pasado al menos invitan a perderse entre los certeros y vehementes asertos de aquellos intelectuales, afrontar con sonrojo y humildad la incomodidad de aquellos relatos que nos describían las dificultades para la supervivencia de nuestros paisanos, incluso a estrujarse la sesera para encontrar argumentos que nieguen esa aparente condena que nos obligue cada dos por tres a ser diferentes de nuestros afines. Pensando y hablando de regeneracionistas y vecinos, resulta aconsejable recordar aquellas palabras que escribió Lucas Mallada en el capítulo La inmoralidad pública, de su obra Los males de la patria, “es axiomático que las naciones naturalmente pobres, o que se hallan muy abatidas por largos años de decadencia, están más obligadas a la virtud que las ricas y florecientes, deben ser de intachable moralidad y conquistar la estimación de los otros pueblos a fuerza de honradez y cordura”.

¿Por dónde empezamos?


Autor: Algón Editores

viernes, 18 de enero de 2013

GEOGRAFÍAS VAGABUNDAS



Después de convencernos del final del Estado nación por culpa de la globalización, después de cuatro años de crisis se puede concluir que hasta eso se ha enrarecido. Al parecer, esa decadencia de las viejas instituciones nacionales no afecta a todos por igual, porque mientras los parlamentos languidecen en medio de la indiferencia colectiva los gobiernos resucitan gracias a los mandatos imperativos de los organismos internacionales. Algunos ingenuos pensaron que esta crisis devolvería el protagonismo a los poderes públicos para controlar los efectos de la avaricia individual, pero si algo queda claro es que la globalización financiera vive encantada de conocerse mientras se desmonta el bienestar social.

Esto no acaba de tener sentido, se perjudican las instituciones democráticas, se da más protagonismo a los flamantes embajadores de organismos internacionales con su maltrecho uniforme diario de gobiernos nacionales, se desmonta la sociedad del bienestar, se amplía la brecha entre ricos y pobres, el fraude fiscal está a la orden del día, cierran las empresas y miles de personas pierden su empleo todos los días, y todavía no hemos avanzado ni un milímetro en contener esta pesadilla. Hemos normalizado la tragedia, la hemos hecho cotidiana como meros espectadores, asistiendo igual de impávidos a una tragedia por un terremoto en un lugar recóndito de la geografía,como al cierre de una factoría que empuja a cientos de familias a la pobreza.

Esta debilidad progresiva de las instituciones democráticas, el protagonismo emergente de gobiernos recaderos de instancias de decisión sin legitimidad democrática suficiente, millones de personas que son víctimas de una crisis provocada por un modelo de sociedad global tan injusto como peligroso, se unen al expolio creciente de derechos, culturas, tradiciones, economías, identidades, valores éticos y convicciones democráticas, en medio de una soberana y miope indiferencia colectiva. Como le pasaba a uno los personajes de la novela Sentir la sed, de Gonzalo Himiob: “no veía bien. Con o sin anteojos hacía ya mucho tiempo que le costaba discernir los detalles de todo lo que estuviese a más de unos pocos metros de distancia. Y ahora que las amplias y gruesas lunas de sus lentes estaban empapadas el mundo se había convertido en una masa gris, tupida y sin matices”. Igual que esos cientos de millones de personas que hoy deambulan en esta sociedad de vagabundos de su propia geografía.


Autor: Algón Editores

jueves, 3 de enero de 2013

REIR POR NO LLORAR


Durante más de ochocientos años, hasta bien entrado el siglo XX, en muchas iglesias de toda Europa se practicaba el risus paschalis. Una costumbre que consistía en la teatralización de diversas situaciones por parte del sacerdote para levantar el ánimo y provocar la risa de los feligreses, y de paso fomentar la asistencia a las celebraciones litúrgicas. En aquellas escenificaciones que se realizaban dentro del recinto sagrado se animaba a los asistentes a bailar, comer, cantar, a reírse con situaciones procaces de marcado acento sexual, e incluso a disfrutar con la ridiculización de personajes notables de la villa. El Concilio de Toledo de 1473 se lamentaba de esos espectáculos teatrales, máscaras, monstruos, poesías lascivas y sermones cómicos, que alteraban el ambiente mientras se celebraban los sagrados oficios. Aunque allá por 1984 el teólogo Joseph Ratzinger se refería en uno de sus libros al risus paschalis y afirmaba “pero ¿acaso no es espléndido y perfectamente lógico que la risa se haya convertido en símbolo litúrgico?”
Aunque la más conocida experta mundial de este fenómeno, la teóloga italiana Jacobelli, argumentó que “cada categoría o especie de risa es propia de los pueblos que se encuentran en una fase determinada de su desarrollo económico y social”, nunca nos aclaró si la risa era un placebo propio de un subdesarrollo histórico o el gozoso arte de vivir en una época benigna. A la vista de tan escasos motivos para reírse en los tiempos que corren, ante tanta penuria y supresión de un bienestar histórica y trabajosamente alcanzado, se puede afirmar sin temor al error que nuestro malhumor debe ser efecto de la era subdesarrollada en la que vivimos.
Ahora toca contemplar aquello de Caritas Nunquam Excidit, la caridad nunca muere, que decía un joven presbítero en la novela de Luis Saldaña Silencio en el convento. Esa beneficencia redescubierta en este siglo que acaba de nacer y que nos invita a situaciones cotidianas más propias del NODO que de una sociedad posmoderna. Dado que las protestas de poco sirven, tal vez la terapia que nos reanime tenga que venir de la risa, la burla, el recreo intelectual con la obscenidad de la situación, o la reivindicación de la máscara y la representación ante tanto desaguisado institucional e intelectual. Como en otros tiempos, la fuga de los feligreses ha de evitarse con dosis intensivas de imaginación, ironía, duda, parodia, relativización, ingesta suficiente y desconfianza mental, porque tanto exceso de pensamiento único sólo puede llevarnos a una intolerancia que nos tumbe camino de las urgencias fatalmente de moda, esas privadas, copagadas o subcontratadas. Ahora mismo me voy a ver los informativos de la tele o los periódicos, a ver si me da la risa.

Autor: Algón Editores