Los grandes
libros son aquellos que nunca envejecen y pueden leerse mil veces. Esos que
permiten a los ojos posarse sobre su caravana de letras y descubrir emociones
gracias a que la vida muda entre lecturas. Esa fabulosa magia creativa que nos
sorprende cuando el reencuentro resulta diferente. Esos recuerdos de lecturas, de
las sensaciones que se incrustan en la memoria, que afloran inesperadamente a
la menor oportunidad. Sobre todo en la infancia, cuando nos someten a un
bombardeo de fantásticas situaciones, formidables personajes, aventuras extraordinarias
y emociones infinitas. Cuando leer, o incluso escuchar, se convierte en un goce
que se sedimenta en capas para toda una vida. Ese devenir de los años en los
que todos volvemos una y otra vez a aquellos pasajes que un día nos
emocionaron, buscando de nuevo el placer de la sorpresa renovada, de un retorno
a una inocencia aún inexplorada. Siempre hemos vivido engañados en una ramplona
explicación de las edades del ser humano, en esa artificial división sometida
al imperio de la biología, cuando en realidad la vida de ese extraño ser bípedo
pensante se divide en sólo dos etapas, la expectativa y la resignación. Existir
es esperar, encontrar, sorprenderse y gozar. Y por tanto leer, y por supuesto
también releer, es vivir y aguardar.
Pero
en esa aventura de la curiosidad, que nos invita a la relectura de textos del
pasado que siempre nos esperan para revivir una emoción, es muy grato encontrar
una novedad que la última vez no advertimos. Por eso interesan todos esos libros
que se niegan a envejecer, para despojarnos de prejuicios cuando leemos sus páginas,
para reiniciarnos en la tierra ignota que hace tiempo abandonamos y que siempre
aspira a sorprendernos. Porque cada uno se reserva el inalienable derecho,
imposible de verse limitado por ningún poder exógeno, de ver, sentir e intentar
comprender las cosas como uno quiere en los diferentes momentos de su vida. Por
eso nos gusta como editores buscar nuevos territorios, explorar ese mítico paso
al noroeste que abra nuevas rutas a las emociones.
Dentro
de unos pocos días las librerías acogerán un nuevo habitante transitorio
sorprendentemente original. Un libro muy bello, para contemplar con sosiego,
que aspira a no envejecer, devolviéndonos una historia muy antigua narrada por
vez primera por su auténtico protagonista. Para asombro del lector que se
adentre en sus páginas, en su inicialmente exotérico texto y las formidables
imágenes que evoca, podrá encontrar sorpresas escondidas reservadas sólo para
quien se acerque predispuesto para el pasmo. Una obra sobre los orígenes del
universo, la vida y el ser humano. Una remota epopeya que ahora se atreve a
revelar errores, tribulaciones, dudas y venganzas, nunca expuestas así. Unas páginas
con hijos alados de un dios, que inseminaron a bellas mujeres humanas para que
procrearan a los héroes. Narrado por un ser omnipotente que contempla un universo
ocupado por aguas y que decide concentrarlas en un solo y diminuto punto para
que naciera la vida. Que se ensucia las manos con barro y que despliega una defensa
cromática para contener su cólera. Un lugar habitado por animales que hablan a
los seres humanos, gigantes e individuos que vivían cientos de años. Con plantas
que ocultaban los secretos de la vida y el conocimiento. En paraísos, ciudades
y reinos perdidos. Con exterminios, crímenes, pasiones, deseos y miedos. Un
sorprendente relato de antiguos y fascinantes mitos que dominaron hace miles de
años la superficie entonces conocida del firmamento. Una historia que comienza
con una solitaria y enigmática frase, “Yo quise que hubiera un comienzo…”
Autor: Algón Editores