jueves, 21 de febrero de 2013

¿DÓNDE ESTARÁ MI ZEN?


Después de buscar referencias en internet, leer libros y la wikipedia, hablar con amigos, creí reconocer el camino a la armonía, al equilibrio, a la serenidad, tras vivir inquieto por el estado general de nervios. Últimamente, leer las noticias, ver un informativo en televisión, hablar en un café o en la oficina, me provocaban un sutil sincope, agravado porque me negaba, y me niego, a acostumbrarme a tan nefastas informaciones de actualidad como una realidad incorregible.

Pensé en el slow food, pero un más que probable y agresivo crecimiento orgánico espacial, totalmente indeseable, aconsejaba utilizar una ruta alternativa. Algunos amigos me proponían acompañarles en la fabricación de vino, pero he de confesarles, aun a riesgo de que me lean, que dichos caldos suelen ser de tránsito digestivo complejo, justo el efecto contrario al de la placidez. Haz deporte, me decía la masa muscular con ojos de otro conocido, pero tras un insoportable ataque a los abductores que casi me deja paralítico, lo he dejado para otra vida. Alguien me invitó a nadar en una piscina cubierta, pero tras conocer la obligación de llevar unos gorros tan ajustados que casi cortan la circulación neuronal, además de pasear medio desnudo desde los odoríferos vestuarios, pasando por el gimnasio ante decenas de rostros descompuestos que te escrutan a través de cristales empañados por sus secreciones corporales, hasta llegar a la piscina cuyo aroma a cloro penetra de golpe en las meninges, me pareció conveniente ahorrar al mundo tan lamentable espectáculo.

Ya casi derrotado en tan noble empeño de alcanzar la paz espiritual, me topé con la tradicional sabiduría oriental. Esos jardines de arena primorosamente peinados por rastrillos, las fuentes delicadas de bambú con un chorrito de agua casi imperceptible, los rumorosos silencios de sus espacios tan frágiles como elegantes, parecían el shangrilá contra mi desasosiego. Aunque me parece bastante intensa una vida como para considerar seriamente la reencarnación, me dispuse con ánimo a encontrar una vía laica que me abriera las puertas de las escuelas contemplativas. La meditación, el yoga, el tai chi, la escuela de la tierra pura, la Gran Calma, el Chán, el budismo, transmitían un sosiego mas que seductor. El problema vino, como siempre, por un exceso de lecturas. Si es que tanto libro no debe ser bueno. Buceando entre ensayos me di de bruces con un profesor universitario australiano, si, si, australiano, cuya obra se ha especializado en la influencia del zen en el militarismo fanático que se inoculó en el ejército japonés entre las dos guerras mundiales. De hecho, la prohibición a los soldados japoneses para abandonar el campo de batalla y resignarse a la muerte, o los famosos kamikazes, emanaban de la visión de las escuelas Zen sobre la muerte y su programa de “educación espiritual” para los jóvenes guerreros.

Está visto, después de tantas vueltas regreso al principio. Pero eso sí, un poquito más sabio. Después de tantas conversaciones, lectura de folletos, wikipedias, malas experiencias, revelaciones metafísicas y desagradables ensoñaciones, vuelvo a la radical sinceridad de los libros, a convencerme de la inutilidad de abandonarse a refugios artificiales, y a la certeza de la implacable ley de causa efecto de nuestras acciones colectivas. Sobre todo, a la intuición del peligro de resignarse, porque la verdad es que no hay nada escrito, y el futuro que se escriba será el efecto de nuestra propia obra. Pregúntese dónde estará su Zen, eso es gratis, pero mientras tanto, lo mejor es que lean, observen, piensen, deduzcan y actúen. Es por su propio bien. 

Autor: Algón Editores

jueves, 14 de febrero de 2013

BURBUJAS, DISCURSOS Y EXEQUIAS


María José Sánchez ha escrito en su novela El amor y sus tumbas que “nadie es ajeno al dolor, la risa, la pena, el hambre, la desgracia, el miedo, la alegría, la miseria…, la humanidad tiende a ser repetitiva”. A pesar de algunos historiadores que se empeñan en describirnos el paso del tiempo como una sucesión de momentos diferentes, existen verdades que se resisten a esa ley fatal. Como dijo Tucídides, todo lo que crece conoce también su declive. Por eso, cuando los ciudadanos de este país ahora sienten el regusto amargo de su peor realidad como sociedad, lejos de sorprenderse, boquean ante esta repetición maldita de sus momentos más penosos. Una situación complicada para la emoción civil, en este ambiente de velatorio colectivo que ahora reina.

Curiosamente, la democracia hunde sus raíces históricas en el elogio fúnebre, aquel epitáphios del ciudadano elegido por la ciudad de Atenas en las exequias públicas. Era en ese postrero momento de un personaje ilustre, cuando se apelaba a la fuerza colectiva para afirmarse en las mejores virtudes cívicas. La eternidad oficial del homenajeado contrastaba pícaramente con la constancia de una democracia viva, esa solemnidad del recuerdo que convivía con la certeza de un presente. Pericles, Demóstenes, Platón, fueron escogidos por su inteligencia para aprovechar la excusa del difunto y afirmar los valores atenienses, para significar el valor de la sociedad civil y su equilibrio con el poder legal del Estado, para relatar los mejores momentos de la democracia y ensalzar la libertad individual que impele a la acción positiva.

Ahora entiendo eso de las pompas fúnebres, ese sutil juego de palabras entre el boato de las exequias y el vulnerable estado de una ingrávida burbuja cuando asciende a las alturas. Una idea tan poderosa como sugerente, celebrar el funeral de la burbuja del ladrillo como un sortilegio de fortaleza democrática. Dado que la actual descomposición institucional no se va a detener por un tiempo, al menos hasta que la maldita resaca de los excesos recientes se esconda entre las páginas de los libros de historia, pensemos mientras tanto qué somos capaces de hacer. Da igual que lo llamemos catarsis, exorcismo, reinvención, parche, cataplasma, regeneración, utopía, ingenuidad o apaño. Amigos, no se desanimen, como en otras ocasiones del pasado, de lo peor puede y debe salir algo sobre lo que construir. Solemnicemos cuanto antes al cadáver, para ofrecer algo de dignidad democrática y sentir que vivimos el presente.

Autor: Algón Editores

miércoles, 6 de febrero de 2013

EL REY DEL APARCAMIENTO


Una columna vertebral con escoliosis y una calavera bastante perjudicada han servido para que la trágica figura del malvado rey Ricardo III regrese al presente, con vulgar humanidad, bajo los escombros de alquitrán y asfalto de un estacionamiento municipal. La BBC lo ha llamado así en un reportaje, el rey del aparcamiento, en un evidente alarde de imaginación descriptiva. Era tan poderosa la evocación a la que esos despojos humanos invitaban, que el recuerdo de aquel monarca cruel, cuyo cuerpo y cadáver fueron antaño humillados, y que ganó la inmortalidad gracias a los dedos manchados de tinta del genial Shakespeare, que este acontecimiento inesperado merecía una glosa más elaborada.

Ya que hablamos de muertes, historia y monarquías, hubiera sido más útil al avezado reportero haber conocido el verso emocionado de Jorge Manrique. En una de las estrofas de Las coplas por la muerte de su padre, el poeta sentenciaba que “esos reyes poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, con casos tristes, llorosos, fueron sus buenas venturas trastornadas; así, que no hay cosa fuerte, que a papas, emperadores y perlados, así los trata la muerte como a los pobres pastores de ganados.

En estos tiempos tan espesos se pueden ver cadáveres regios en vulgares espacios municipales,al igual que se sabe de reales duques, privados por el pueblo de un simple rótulo en una plaza que recuerde su noble título. Ya advertía Jorge Manrique que “¡por cuántas vías y modos se pierde su gran alteza en esta vida! Unos, por poco valer, por cuán bajos y abatidos que los tienen; otros que, por no tener, con oficios no debidos se mantienen.

¡Adónde vamos a llegar!. Menos mal, como nos enseñan el docto verbo de Ángel Gallego y las bellas ilustraciones de Miguel Carini, en el libro De reyes y reinas, que contamos con colosales dificultades legales para acabar, en nuestro país, con la tradición sanguínea como garantía y recurso de herencia poderosa. Tanta espesura será obra de nuestra plebeya condición, que nos nubla el juicio y nos provoca, como escribía Shakespeare en El mercader de Venecia, que esa armonía de los seres inmortales, mientras nuestro espíritu está preso en esta oscura cárcel, no la entiende ni percibe. Por eso está más de moda la televisión que los libros. Ya me dirán ustedes, ¡para qué pasar malos ratos entendiendo, con lo que bien que se pasa con las crónicas de entretenimiento!. Pobre Ricardo, rey difunto del aparcamiento municipal de Leicester. 


Autor: Algón Editores

viernes, 1 de febrero de 2013

ECOS, POBRES Y CASTILLOS


La afamada ciudad francesa de Dijon se ha visto alterada por una sonora decisión de su alcalde socialista, Monsieur Rebsamen. Entre más de cien castillos de origen medieval y palacios de diversas épocas, ahora destinados principalmente para bodas y hoteles de lujo, en uno de los elegantes salones del Chateau Burgundy de Varennes, se han subastado 3.500 botellas de la extraordinaria colección de vinos de propiedad municipal. El objetivo declarado del alcalde es destinar los fondos recaudados al mantenimiento de los servicios municipales de carácter asistencial. En el Financial Times hemos podido leer que un misterioso chino compró la pieza más valiosa por unos 4.800 euros, una botella de Vosne-Romanée Cros Parantoux, premier cru de 1.999. La subasta tuvo un final muy emocionante, acorde con la solemnidad de la ocasión. Pocos segundos después de que el seco golpe del martillo anunciara el cierre de la compra de ese carísimo caldo, una multitud prorrumpió en aplausos apagando los nerviosos cuchicheos de los expertos enólogos presentes en la sala. El mencionado rotativo informaba del evento y sus nobles efectos con este significativo titular, “L´austerité à la française: Dijon vende vinos valiosos para pagar a los pobres”.

Cuántos viejos recuerdos e imágenes encierra esa extraña y concurrida ceremonia en un lujoso palacio, cercano a donde se detuvo a Luis XVI y María Antonieta en su fracasada huida de la guillotina con sus disfraces de nobles rusos, donde un chino rico gastaba su calderilla en la vieja Europa y un alcalde de izquierdas triunfaba ante sus votantes gracias a la venta de bienes de lujo de propiedad pública para socorrer a esos llamados “pobres”.

Tantos símbolos marean. Aristocracia, lujo, chinos, castillos, pobres, alcaldes, disfraces rusos, huidas, dinero, aplausos, vehementes retazos para un retrato de una época tan carente de signos novedosos. En este tiempo gris, cargado de incertidumbre, espeso de problemas y escándalos, en el que la vieja y cándida idea de progreso lineal e imparable ha dado paso a una duda letal sobre la capacidad del ser humano de aprender de sus errores. En su reciente novela, Las Puertas de la Rimas, Eduardo Ortega escribe sobre “la poesía capaz de conmover a cualquier ser humano de la tierra fuese de la condición que fuese”. Me temo que vivimos tiempos complicados para la lírica y sobre todo para su capacidad movilizadora. 

Pese a todo, me hubiera gustado recrearme en los silencios de los salones solitarios de aquel castillo tras la subasta. Intentar reconocer los ecos que anidaban en sus altos techos. Intuir movimientos en las sombras y, porqué no, encontrarme con el fantasma de aquel viejo mayordomo que lo ha visto todo. Pisar los restos de papeles arrugados, oler el aire limpio que atravesaba las ventanas abiertas, desplazar con ruidoso sobresalto una silla de terciopelo rojo y madera con purpurina. Esperar alguna noticia, adivinar algún futuro, imaginar una ilusión, mientras un enfado creciente dominaría mis entrañas pensando en ese regreso de los “pobres”, en esas administraciones públicas desprendiéndose de su lábil patrimonio y en esos aristocráticos palacios recuperando el viejo lustre del pasado.  


Autor: Algón Editores

jueves, 24 de enero de 2013

TRAGICOMEDIA CASTIZA EN UN SOLO ACTO


El viejo Marx escribió que cuando la Historia se repite, lo hace primero como tragedia y después como farsa. Una sentencia que se asoma estos días como una cruel guillotina sobre las inquietantes similitudes del presente con un antiguo capítulo de nuestra Historia nacional. Una fatal coincidencia que justifica sobradamente el padecer intensas sensaciones de vértigo e incluso mareo. A finales del siglo XIX, la Restauración alternaba gobiernos conservadores y liberales, con graves problemas de corrupción política y caciquismo local, en un proceso de centralización administrativa acompañado de inevitables tensiones con los nacionalismos catalán y vasco, además de provocar un intenso malestar social que derivó en masivas movilizaciones de protesta de las clases trabajadoras. A pesar de las naturales resistencias e intermitentes pasos atrás de los gobiernos conservadores, se iban aprobando reformas como la libertad de asociación, la libertad de prensa, la extensión del sufragio universal a los hombres o la institución del jurado. Pero estos avances no evitaron que las hambrunas, las epidemias, la creciente desigualdad entre españoles, las emigraciones, una realidad económica que daba la espalda a la revolución industrial que explosionaba en Europa, distanciaran cada vez más a España de sus vecinos, en un hiato que aún colea y que ya resulta más que indigesto.


Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez, acompañaban con sus implacables relatos a aquellos intelectuales, como Costa o Macías Picavea, que denunciaban un atraso indecente y revindicaban una “regeneración” de España. Los golpes del 98, las sucesivas derrotas internacionales, la creciente desconfianza y desapego del pueblo con las instituciones, su profiláctico escepticismo contra los grandilocuentes discursos voceados desde el elegante atril del hemiciclo legislativo, junto con una arraigada sensación de abismo e incluso de rabia, reclamaban cambios tan profundos como ambiciosos. Significativamente, en los primeros años del siglo XX fracasó la reforma llamada “desde arriba”, aquel vano intento de arreglar los problemas por quienes precisamente eran sus causantes. Era la impotencia de un sistema político sordo a la realidad nacional, radicalmente distante de los anhelos sociales de reforma, incapaz de integrar a los que demandaban actos de profundo calado en una agenda de modernización urgente. Una necesidad histórica que los políticos que dominaban la vida parlamentaria de la época fueron incapaces de afrontar, más preocupados por conservar menguantes espacios de poder, con el abusivo recurso a penosas argucias e ineficaces distracciones, que en metabolizar y superar los retos que los tiempos planteaban.

Es difícil advertir en estos momentos, confundidos por un aluvión de malas noticias, los sutiles matices entre la tragedia y la farsa. Pero tan oscuras coincidencias con el pasado al menos invitan a perderse entre los certeros y vehementes asertos de aquellos intelectuales, afrontar con sonrojo y humildad la incomodidad de aquellos relatos que nos describían las dificultades para la supervivencia de nuestros paisanos, incluso a estrujarse la sesera para encontrar argumentos que nieguen esa aparente condena que nos obligue cada dos por tres a ser diferentes de nuestros afines. Pensando y hablando de regeneracionistas y vecinos, resulta aconsejable recordar aquellas palabras que escribió Lucas Mallada en el capítulo La inmoralidad pública, de su obra Los males de la patria, “es axiomático que las naciones naturalmente pobres, o que se hallan muy abatidas por largos años de decadencia, están más obligadas a la virtud que las ricas y florecientes, deben ser de intachable moralidad y conquistar la estimación de los otros pueblos a fuerza de honradez y cordura”.

¿Por dónde empezamos?


Autor: Algón Editores

viernes, 18 de enero de 2013

GEOGRAFÍAS VAGABUNDAS



Después de convencernos del final del Estado nación por culpa de la globalización, después de cuatro años de crisis se puede concluir que hasta eso se ha enrarecido. Al parecer, esa decadencia de las viejas instituciones nacionales no afecta a todos por igual, porque mientras los parlamentos languidecen en medio de la indiferencia colectiva los gobiernos resucitan gracias a los mandatos imperativos de los organismos internacionales. Algunos ingenuos pensaron que esta crisis devolvería el protagonismo a los poderes públicos para controlar los efectos de la avaricia individual, pero si algo queda claro es que la globalización financiera vive encantada de conocerse mientras se desmonta el bienestar social.

Esto no acaba de tener sentido, se perjudican las instituciones democráticas, se da más protagonismo a los flamantes embajadores de organismos internacionales con su maltrecho uniforme diario de gobiernos nacionales, se desmonta la sociedad del bienestar, se amplía la brecha entre ricos y pobres, el fraude fiscal está a la orden del día, cierran las empresas y miles de personas pierden su empleo todos los días, y todavía no hemos avanzado ni un milímetro en contener esta pesadilla. Hemos normalizado la tragedia, la hemos hecho cotidiana como meros espectadores, asistiendo igual de impávidos a una tragedia por un terremoto en un lugar recóndito de la geografía,como al cierre de una factoría que empuja a cientos de familias a la pobreza.

Esta debilidad progresiva de las instituciones democráticas, el protagonismo emergente de gobiernos recaderos de instancias de decisión sin legitimidad democrática suficiente, millones de personas que son víctimas de una crisis provocada por un modelo de sociedad global tan injusto como peligroso, se unen al expolio creciente de derechos, culturas, tradiciones, economías, identidades, valores éticos y convicciones democráticas, en medio de una soberana y miope indiferencia colectiva. Como le pasaba a uno los personajes de la novela Sentir la sed, de Gonzalo Himiob: “no veía bien. Con o sin anteojos hacía ya mucho tiempo que le costaba discernir los detalles de todo lo que estuviese a más de unos pocos metros de distancia. Y ahora que las amplias y gruesas lunas de sus lentes estaban empapadas el mundo se había convertido en una masa gris, tupida y sin matices”. Igual que esos cientos de millones de personas que hoy deambulan en esta sociedad de vagabundos de su propia geografía.


Autor: Algón Editores

jueves, 3 de enero de 2013

REIR POR NO LLORAR


Durante más de ochocientos años, hasta bien entrado el siglo XX, en muchas iglesias de toda Europa se practicaba el risus paschalis. Una costumbre que consistía en la teatralización de diversas situaciones por parte del sacerdote para levantar el ánimo y provocar la risa de los feligreses, y de paso fomentar la asistencia a las celebraciones litúrgicas. En aquellas escenificaciones que se realizaban dentro del recinto sagrado se animaba a los asistentes a bailar, comer, cantar, a reírse con situaciones procaces de marcado acento sexual, e incluso a disfrutar con la ridiculización de personajes notables de la villa. El Concilio de Toledo de 1473 se lamentaba de esos espectáculos teatrales, máscaras, monstruos, poesías lascivas y sermones cómicos, que alteraban el ambiente mientras se celebraban los sagrados oficios. Aunque allá por 1984 el teólogo Joseph Ratzinger se refería en uno de sus libros al risus paschalis y afirmaba “pero ¿acaso no es espléndido y perfectamente lógico que la risa se haya convertido en símbolo litúrgico?”
Aunque la más conocida experta mundial de este fenómeno, la teóloga italiana Jacobelli, argumentó que “cada categoría o especie de risa es propia de los pueblos que se encuentran en una fase determinada de su desarrollo económico y social”, nunca nos aclaró si la risa era un placebo propio de un subdesarrollo histórico o el gozoso arte de vivir en una época benigna. A la vista de tan escasos motivos para reírse en los tiempos que corren, ante tanta penuria y supresión de un bienestar histórica y trabajosamente alcanzado, se puede afirmar sin temor al error que nuestro malhumor debe ser efecto de la era subdesarrollada en la que vivimos.
Ahora toca contemplar aquello de Caritas Nunquam Excidit, la caridad nunca muere, que decía un joven presbítero en la novela de Luis Saldaña Silencio en el convento. Esa beneficencia redescubierta en este siglo que acaba de nacer y que nos invita a situaciones cotidianas más propias del NODO que de una sociedad posmoderna. Dado que las protestas de poco sirven, tal vez la terapia que nos reanime tenga que venir de la risa, la burla, el recreo intelectual con la obscenidad de la situación, o la reivindicación de la máscara y la representación ante tanto desaguisado institucional e intelectual. Como en otros tiempos, la fuga de los feligreses ha de evitarse con dosis intensivas de imaginación, ironía, duda, parodia, relativización, ingesta suficiente y desconfianza mental, porque tanto exceso de pensamiento único sólo puede llevarnos a una intolerancia que nos tumbe camino de las urgencias fatalmente de moda, esas privadas, copagadas o subcontratadas. Ahora mismo me voy a ver los informativos de la tele o los periódicos, a ver si me da la risa.

Autor: Algón Editores