“Tengo treinta y ocho años y
es posible que no sea nadie. No he hecho nada trascendente, no soy popular,
carezco de grandes oportunidades y mi sueldo no llega a los mil euros
mensuales. Pero no siento que haya fracasado. Quiero decir que, con mi edad y
con mi sueldo, vivir en el centro de Madrid, más que un fracaso, me parece una
proeza”. Uno de nuestros escritores preferidos, el inefable Rafael Sarmentero,
pone esta descripción autobiográfica en boca de uno de los protagonistas de su
última novela, Malasaña Chai Tea, que también afirma ceremonioso que “no
importa lo que hayas conseguido en la vida: tarde o temprano aparece la persona
que juzga tu conquista como un fracaso”.
Los Estados Unidos de América fabricaron
para solaz de la humanidad a Tony Manero, aquel joven neoyorquino que consumía
sus días laborables como dependiente de una tienda de pinturas, pero que al
llegar el fin de semana se convertía en el amo de la discoteca Odisea 2001,
donde brincaba frenético con cuellos de camisa y perneras de pantalón tan
imposibles como inverosímiles, mientras su cabello permanecía incólume gracias
a dosis masivas de fijador de pelo. Una cenicienta masculina para los años 70, que
sólo era importante cuando reinaba en la discoteca, mientras su hermano cura
dejaba de serlo, su compañera de baile lo rechazaba como amante, pandillas callejeras
aún recurrían a las navajas para sus disputas y el éxito social se consumaba en
unos segundos de gloria efímera debajo de una bola de espejitos colgada de un
techo invisible. Gracias a
Sarmentero, España ya cuenta por fin con su propio Tony. La escopeta
nacional da paso, por fin, al mileurista de barrio urbano como símbolo
posmoderno de la España actual. Un héroe armado con una bolsa de té, que afirma
solemne que “la sociedad quiere que juegues con sus reglas. Pero tú te
resistes. Entonces encuentras la solución: hacer trampas”. Un engaño tan simple
y a la vez tan antisistema como un desdoblamiento de personalidad. Algo tan
inquietante y poco distinguido como vivir dos vidas paralelas mientras se paga
a la hacienda pública por una sola y exigua renta salarial. Una forma de
rebeldía frente a la clásica teatralidad social del fin de semana, una
disidencia contra la hipnosis idiotizante de series de televisión ahítas de
enigmas y ríos de sangre virtual. Una némesis social que cambia el baile
discotequero por una ansiosa conservación de lo que se consigue gracias a un
trabajo de mierda, enterrando así las viejas proezas de seducción y apareamiento
de los sábados por la noche, inventados para olvidar la insoportable levedad
del ser, de lunes a viernes.
George Steiner, en su libro
En el castillo de Barba Azul, habla de una especie de gas de los pantanos, un
aburrimiento, un tedio, una densa vacuidad, en los extremos nerviosos cruciales
de la vida social e intelectual. También escribió que medimos nuestro actual
frío teniendo en cuenta nuestros recuerdos de aquel gran verano. Como aquel ya
olvidado, en el que los políticos y filósofos hablaban de un futuro mejor por
venir, mucho antes de que eso fuera un privilegio exclusivo de propietarios de
empresas de cacharrería informática. Hoy, gracias al libro de Sarmentero,
sabemos que “58.000 palabras, 296 tés, un alquimista charlatán, una exnovia
neurótica (¿o era bulímica?), un golfista vestido de luto, un antiguo (y
estúpido) compañero del club de tenis y, por supuesto, un detective que no es
detective en el barrio más singular de Madrid: Malasaña”, permiten destripar un
presente lleno de trampas que aún está por explorar y en el que la vida debiera
ser algo más que un salario basura que no alcanza ni para un pisito de barrio.
Una realidad que sigue obligando a inventarse fiebres posmodernas de sábado
noche siete días a la semana para sobrevivir. Porque, como él mismo escribe, en
la vida sucede así con todo: lo importante es la historia. No lo que ocurre,
sino lo que cuentas, porque desde los tiempos más remotos,
el que manda es el que cuenta la historia. Y mentir y decir la verdad son
equivalentes, siempre y cuando sepas mentir bien.
Algón Editores
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