El filósofo Sloterdijk escribió que “si se ha
abierto el suelo bajo nuestros pies es porque estamos obligados a elegir entre catorce tipos de salsa diferentes para sazonar
la ensalada”. Es tal el aluvión al que nos someten de información, datos,
comentarios, rumores, opiniones, prejuicios, supersticiones y exabruptos, que
la verdad de los hechos parece ser un asunto cada vez más huidizo. Ya lo dijo Einstein, como nos recuerda Fred Jerome en su libro Einstein-Israel. Una mirada inconformista, “antiguamente, la gente creía que todas
las cosas materiales desaparecían del universo,
sólo quedaría tiempo y espacio. Pero según la teoría de la relatividad, el tiempo y el espacio desaparecen junto con todas las cosas”.
Las salsas de las ensaladas, gracias a su condición relativa, diversidad y
fecha de caducidad, vienen a terminar con más de 2.000 años de desvaríos filosóficos. Por fin podemos admitir sin
sonrojo que aquella división que proponía el famoso poema de Parménides, entre la verdad única, revelada, inmóvil y
perfecta, y las vulgares opiniones
de los mortales, es una broma de mal
gusto.
Chrystia Freeland, en el
último número del New Yorker, se
pregunta por qué los multimillonarios se
sienten víctimas de Obama y cita a presidentes de poderosos
hedge funds, emporios empresariales
y banqueros de inversión, que ven a
Obama como la encarnación de Lucifer.
Significativamente, nadie se ha referido en las últimas semanas al reñido pulso
de Romney contra Obama y la polémica sentencia del Tribunal Supremo
de los Estados Unidos de hace un par de años, que “liberalizaba” las donaciones empresariales a las campañas
electorales. Por este tipo de preguntas
y silencios, echamos de menos a personajes como la periodista Wanda Jablonski, la apodada “reina del
club del petróleo”, que supo contar
los inconfesables secretos de ese
mundo dominado por poderosos dueños de pozos petrolíferos, jets, limusinas, escoltas y mullidas moquetas. O la mítica Ida
Tarbell, una humilde maestra aficionada
al periodismo local, que consiguió gracias a sus investigaciones que la colosal
Standard Oil de Rockefeller se desmembrara y se aprobaran las leyes antimonopolio que aún hoy rigen en el
mundo civilizado.
Hablando de la verdad escondida en las ensaladas y sus aliños, es evidente que
la teoría de la relatividad tiene una aplicabilidad directa en la política y la economía. Para aquellos que no se benefician de las habituales
verdades absolutas, desaparecen el espacio y el tiempo junto con haciendas y
expectativas. Echamos de menos a Wanda o a Ida, porque como Sloterdijk escribió
“incluso las estupideces más evidentes
son repetidas de manera constante por la gente más inteligente”. Decida
pronto qué quiere de menú, porque
como dijo el viejo Einstein “el hecho de
que uno no tenga influencia real sobre el curso de la historia no le libera a
uno de la responsabilidad moral”. Voy a ver que me queda en la despensa.
Autor: Algón Editores
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