En el lejano oeste los cowboys se lavaban y recibían su correo
en los salones donde también se les proveía de alcohol, juego, mujeres y whisky. Una bebida alcohólica era más
barata que una taza de té y se bebía
una media de 90 botellas con sustancias espirituosas al año por cabeza. Un
alcohol barato, tóxico, nada que ver
con el actual. Un mundo plagado de seres embrutecidos, pobres, analfabetos y en muchos casos enfermos crónicos. Una situación penosa contra la que se revolvió
un puñado de mujeres valientes.
Pelearon contra aquel mejunje que destrozaba hogares y condenaba a millones de niños a la muerte, la miseria, la
enfermedad y la desnutrición. Reivindicaron el derecho al divorcio para protegerse a sí mismas y a sus hijos de la
violencia machista, una educación pública
y una sanidad universal, el derecho al voto para acabar con los políticos
corruptos, control de calidad de los alimentos, una fiscalidad disuasoria en las bebidas alcohólicas y jornadas
laborales de 8 horas con salarios
dignos. Pese aquel noble y exitoso empeño, que supuso el nacimiento del
movimiento feminista que cambió el
siglo XX, miles de metros de películas, canciones pegadizas, novelas apasionantes,
incluso comics infantiles, se han conjurado
durante décadas para reírse de aquellas mujeres, para ridiculizarlas como histéricas abstemias y asexuales, y para fijar
en el imaginario colectivo aquella ley seca, apoyada entonces por millones de progresistas, como un absurdo
exceso moralista.
Robert Kuttner, en su libro El desafío de Obama, sugiere que los
grandes saltos históricos de la edad
moderna se han producido con líderes
que inicialmente no tenían previsto esas agendas reformistas. Lincoln y la ley antiesclavista, Woodrow Wilson y el derecho al voto de
la mujer, Roosevelt y su New Deal contrario
a su propio programa electoral de reducción del déficit público, o el sureño LyndonB.Johnson y sus leyes de
libertades civiles. Pero lo más interesante de la tesis de Kuttner, es que esas
leyes tan impactantes fueron realidad gracias a un sector de la sociedad que presionaba
en cada momento histórico. Una pulsión colectiva de cambio, liderado por minorías motivadas por
la denuncia de un pasado superable
que forzaron alianzas estratégicas con
el poder.
Una pauta histórica que hoy parece
improbable, sin líderes ni grupos sociales con la ambición de un cambio histórico, y sin esas alianzas que permitan un atisbo de esperanza entre tanta penuria
cotidiana. Hemos vuelto a un cierto embotamiento
de los sentidos, aunque ahora saturados
de informaciones que no explican adecuadamente la realidad y asustados ante un futuro que por
primera vez se promete peor que el
pasado. Vivimos en una nube, más bien en las nubes, embobados por placeres efímeros
que nos despistan, gracias a bares atascados y cines vacíos, a librerías
desiertas y campos de fútbol
abarrotados. Es el viejo y nuevo mantra social, ¡otra ronda! ¡Que llenen!
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