Un oxidado cartel cuelga de una
tela metálica, advirtiendo que está prohibida la entrada. Es de noche y reina
una niebla impenetrable. Tras unas pesadas puertas de hierro, dos monos se
asoman tras las barrotes de su jaula y la silueta de dos góndolas nos sorprenden.
Vemos la fachada de una lúgubre y fastuosa mansión, en la que una luz solitaria
nos advierte de vida humana. Tras apagarse por sorpresa, en un calculado cambio
de perspectiva, nos encontramos en una oscura habitación, en la que el amanecer
se anuncia tímidamente tras un gran ventanal. Una nieve inesperada nos distrae,
hasta que comprendemos que es un polvo artificial que sobrevuela una casita
encerrada en una esfera de cristal, que se desliza de una mano antes de que
unos labios pronuncien una palabra solitaria, contundente, misteriosa. Después,
aquella bola cristalina, tras su accidentado descenso por unos mullidos
escalones, se rompe en mil pedazos, de los que uno nos muestra la entrada de
una enfermera que, silenciosa, cubre con una sábana el rostro mortuorio del
protagonista de aquella voz.
Rosebud, tal vez un trineo de
madera, la inocencia perdida, el recuerdo de una familia feliz, el rescoldo de
un sentimiento, un pasado sin retorno, la trágica infelicidad camuflada tras la
inmensa riqueza y poder de Kane, o la simpática maledicencia del sabio Gore
Vidal, que afirmaba que ese era el apodo que dedicaba el
excéntrico Randolph Hearst al clítoris de su amante Marion Davis. El polémico
Hearst levantó un imperio de comunicación, con más de 28 periódicos de ámbito
nacional, numerosas revistas y emisoras de radio. Inventó la prensa amarilla. Y
además coleccionó obsesivamente piezas de arte que acumulaba sin desempaquetar
en su enorme mansión.
Hace pocos días, el imperio
Hearst ha sorprendido a todos al anunciar una inversión de 15 millones de
dólares en una colosal imprenta en Nueva York para sus periódicos. En el
Financial Times se ha escrito que son los únicos dueños de medios de
comunicación en el mundo que han invertido, en los últimos tiempos, en una
máquina para tinta y papel. Uno de los biznietos de Hearst ha declarado que la
impresión de papel está aquí para quedarse al menos hasta el resto de nuestros
días, gracias a las enormes posibilidades que ofrecen las tecnologías
digitales. Un editor californiano ha suscrito esta tesis, afirmando que su
modelo se basa en “ofrecer a sus suscriptores más valor, gracias a una sala de
redacción más robusta en un papel físico más robusto. Tan simple como eso”.
Además, en la revista Fast Company se ha publicado su último ranking de las 50
empresas más innovadoras del mundo, en el que destacan fabricantes y
distribuidores de zapatillas deportivas, muebles, ropa y libros. En un
editorial ironizaban con la ausencia en su listado de compañías como Facebook o
Twitter.
Noticias tan imprevistas como
chocantes. Algo extraño debe estar pasando, para que libros y periódicos de
papel, sillas de madera, zapatos de piel y vestidos de tela vuelvan a ser
negocios innovadores y rentables. Tal vez sea este un rosebud de nuestro tiempo.
El recuerdo de una felicidad olvidada, el rescoldo de una antigua pasión, la
reivindicación de la inocencia o una vieja sensación recuperada. O, por el
contrario y con suerte, tal vez este sea el guiño pícaro y vindicativo de una
vieja complicidad tan discreta como conveniente. Es posible que estemos ante un
nuevo enigma tan extraordinario como inopinado, tan sorprendente como oportuno.
Este es el misterio que aún encierra la belleza y el poder de una simple
palabra. Rosebud.
Autor: Algón Editores
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