jueves, 4 de abril de 2013

EL REGRESO DE ROSEBUD


Un oxidado cartel cuelga de una tela metálica, advirtiendo que está prohibida la entrada. Es de noche y reina una niebla impenetrable. Tras unas pesadas puertas de hierro, dos monos se asoman tras las barrotes de su jaula y la silueta de dos góndolas nos sorprenden. Vemos la fachada de una lúgubre y fastuosa mansión, en la que una luz solitaria nos advierte de vida humana. Tras apagarse por sorpresa, en un calculado cambio de perspectiva, nos encontramos en una oscura habitación, en la que el amanecer se anuncia tímidamente tras un gran ventanal. Una nieve inesperada nos distrae, hasta que comprendemos que es un polvo artificial que sobrevuela una casita encerrada en una esfera de cristal, que se desliza de una mano antes de que unos labios pronuncien una palabra solitaria, contundente, misteriosa. Después, aquella bola cristalina, tras su accidentado descenso por unos mullidos escalones, se rompe en mil pedazos, de los que uno nos muestra la entrada de una enfermera que, silenciosa, cubre con una sábana el rostro mortuorio del protagonista de aquella voz.

Rosebud, tal vez un trineo de madera, la inocencia perdida, el recuerdo de una familia feliz, el rescoldo de un sentimiento, un pasado sin retorno, la trágica infelicidad camuflada tras la inmensa riqueza y poder de Kane, o la simpática maledicencia del sabio Gore Vidal, que afirmaba que ese era el apodo que dedicaba el excéntrico Randolph Hearst al clítoris de su amante Marion Davis. El polémico Hearst levantó un imperio de comunicación, con más de 28 periódicos de ámbito nacional, numerosas revistas y emisoras de radio. Inventó la prensa amarilla. Y además coleccionó obsesivamente piezas de arte que acumulaba sin desempaquetar en su enorme mansión.

Hace pocos días, el imperio Hearst ha sorprendido a todos al anunciar una inversión de 15 millones de dólares en una colosal imprenta en Nueva York para sus periódicos. En el Financial Times se ha escrito que son los únicos dueños de medios de comunicación en el mundo que han invertido, en los últimos tiempos, en una máquina para tinta y papel. Uno de los biznietos de Hearst ha declarado que la impresión de papel está aquí para quedarse al menos hasta el resto de nuestros días, gracias a las enormes posibilidades que ofrecen las tecnologías digitales. Un editor californiano ha suscrito esta tesis, afirmando que su modelo se basa en “ofrecer a sus suscriptores más valor, gracias a una sala de redacción más robusta en un papel físico más robusto. Tan simple como eso”. Además, en la revista Fast Company se ha publicado su último ranking de las 50 empresas más innovadoras del mundo, en el que destacan fabricantes y distribuidores de zapatillas deportivas, muebles, ropa y libros. En un editorial ironizaban con la ausencia en su listado de compañías como Facebook o Twitter.

Noticias tan imprevistas como chocantes. Algo extraño debe estar pasando, para que libros y periódicos de papel, sillas de madera, zapatos de piel y vestidos de tela vuelvan a ser negocios innovadores y rentables. Tal vez sea este un rosebud de nuestro tiempo. El recuerdo de una felicidad olvidada, el rescoldo de una antigua pasión, la reivindicación de la inocencia o una vieja sensación recuperada. O, por el contrario y con suerte, tal vez este sea el guiño pícaro y vindicativo de una vieja complicidad tan discreta como conveniente. Es posible que estemos ante un nuevo enigma tan extraordinario como inopinado, tan sorprendente como oportuno. Este es el misterio que aún encierra la belleza y el poder de una simple palabra. Rosebud.

Autor: Algón Editores


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