jueves, 19 de diciembre de 2013

ABRIENDO PUERTAS

Hace ahora un año, publicábamos un post en este blog que decía literalmente lo siguiente: “llega la navidad, esos días en los que se reúnen las familias, se hacen regalos, reina la alegría, se cantan villancicos, todo el mundo es bueno y cargado de buenos deseos, comes para todo el año y la armonía fluye en el ambiente como el oxígeno que respiramos. Pero, ¡alto!, ¿de qué estamos hablando? Rebobinemos. Esta navidad también son días de crujir de dientes de los desesperados que hace muchos meses no encuentran un empleo, en la que muchos reciben ese mail fatídico en el que te informan que eres parte de un ere, en el que uno deposita con pudor ese kilo de arroz en las bolsas solidarias para los que no tienen nada que comer o de rebuscar entre los millones de juguetes de tus hijos para donar esos que nunca merecieron ni un segundo de su tiempo. Ha vuelto la caridad y ha desaparecido el contrato social. Una broma de mal gusto”.

En uno de sus libros Marx, Carlos, afirmó solemne que la historia se repite dos veces. La primera como tragedia, la segunda como farsa. Dado que la crisis comenzó hace cinco años, habría que preguntarse por las etapas que deberíamos haber vivido tras la farsa, porque los sucesivos años de la crisis parecen instalados en un día de la marmota infinito. Aunque no hay nada eterno y el optimismo ha de ejercerse como una fórmula de resistencia moral, se nos bombardea con fruición y desenfreno con noticias que nos zarandean como un juguete oscilante entre la frustración y la peligrosa melancolía. Porque ver, con la que está cayendo, en este año que ya por fin acaba, algo tan banal como el reciente pacto de gobierno de las dos principales fuerzas políticas alemanas, es observar una inquietante representación simbólica del mundo actual. Viejas, nobles y solidarias ideologías, fiduciarias durante décadas de la confianza de millones de personas, hoy abocadas a un dudoso y provinciano pragmatismo, ejercido por poderosos sin más ideas que sus gestuales golpes de autoridad, sus sincopadas e insustanciales aseveraciones, que inundan con una frecuencia excesiva  tribunas más parecidas a frontones que a creíbles asambleas de la democracia.

El contenido de su último libro lo ha dedicado a reflexionar que ocurre cuando personas normales confrontan con gigantes, en sus más variadas formas, como ejércitos, gobiernos o empresas. Malcolm Gladwell, en su obra “David & Goliath”, sugiere la necesidad de una nueva guía para encararse con esos gigantes que nos fastidian la vida, para reconocer que en sus manifestaciones de fuerza en realidad se oculta una extraordinaria vulnerabilidad, para interpretar adecuadamente su verdadera naturaleza y reconocer que no son realmente lo que aparentan, porque hacerlo así es el recurso que nos queda para abrir puertas y crear oportunidades, y para hacer posible lo que podría parecer impensable. Llevamos demasiados años de crisis y no es cierto, como decíamos hace un año, que ya haya desaparecido el contrato social, sino que en verdad se lo están cargando, año a año, discurso a discurso, ley a ley, con su trágica miopía y el silencio de millones de indolentes testigos. Ya lo dijo el poeta, mucho antes del recuerdo del relato bíblico recuperado ahora por el anglosajón, Gabriel Celaya escribió que “se dicen los poemas que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, piden ser, piden ritmo, piden ley para aquello que sienten excesivo”.


Dedicamos este post a los millones de silenciosos que aún esperan el momento de sus vidas. Os deseamos una navidad y un año nuevo que sea el principio del fin de vuestras pesadillas, y que sea la puerta que nos abra un futuro cargado de justicia, de equidad, de solidaridad, de igualdad, belleza y ternura. Por un futuro diferente. Feliz navidad.

Autor: Algón Editores

jueves, 12 de diciembre de 2013

DENTRO DE 400.000 AÑOS

Unos pocos de miles de pequeños huesecillos nos han brindado la noticia de la identificación de los genes, dicho con más precisión el ADN secuenciado, de homínidos que vivieron en Atapuerca hace 400.000 años. En la ya famosa Sima de los Huesos, los más de 6.500 fósiles pertenecientes a unos 28 individuos y un puñado de osos han residido pacíficamente durante cientos de miles de años hasta convertirse en uno de los hallazgos más increíbles en la historia del ser humano, en un macabro repositorio cuya explicación aún está lejana. Toda una orgía científica a la búsqueda de una visión de un tipo de sociedad ancestral en la que unos tipos algo raros sobrevivían e incluso se comunicaban. Una noticia que da tanto vértigo como imaginar qué dirían, dentro de 400.000 años, unos científicos que se encontraran un puñado de nuestros huesos. Imaginemos por un segundo que, más allá de nuestra salud y enfermedades, de nuestra alimentación y constitución, de la simulación virtual de nuestros rasgos, especularan con nuestra sociedad y les costara entenderla tanto como nos supone imaginarnos hoy la de aquel homo heidelbergensis que correteaba sobre el suelo de nuestra vieja Castilla.

Es más que probable que se sorprenderían de hábitos tan singulares como esos miles de libros comprados por gente que nunca lee, de editores que no editan lo que les gusta, de distribuidores de cultura que no la alientan, de tiendas de libros con vendedores que no leen, de periodistas que no publican lo que piensan, de creadores que no arriesgan, de consumidores que no consumen lo que les haría más felices, de esos millones de personas que no hacen lo que realmente les gustaría, condenados a una existencia melancólica y frustrante, como si habláramos de algo tan normal como médicos que no curan, de líderes que no lideran, o de gobernantes que no gobiernan. Es probable que nuestros últimos cien años pudieran ser vistos en el futuro sin distinciones entre nietos y abuelos. Una confusión que nos arrojaría a nuestro pasado más sangriento y violento, al más innovador y creativo, al más saludable y solidario, al más egoísta y agresivo, al más audaz e imaginativo, o al más frustrante y alienante, en una síntesis de confusión perfecta. Es posible que aquel oso que compartía su existencia con el homínido que vivió rodeado de bosque, agua limpia, protectoras cuevas y la amenaza de otras fieras salvajes, sería sustituido para la comprensión de nuestro presente por plásticos, residuos, bloques de piedra artificial o la amenaza de animales aparentemente civilizados.


Ken Robinson ha escrito en su último libro, Finding your element, que encontrar tu elemento es vital para comprender quien eres y qué eres capaz de ser; y que es imprescindible dar con él para encontrar sentido a tu vida, a lo que haces, en lo que trabajas o a lo que amas. Una búsqueda que hoy se antoja heroica, y por la que dentro de 400.000 años se preguntarían qué le pasó al ser humano para complicarse tanto la vida, después de 400.000 años en los que aquel peludo homínido tenía la vida tan clara como el agua cristalina. Hablando de huesos viejos, tal vez Hamlet dio con la tecla mientras sostenía en su mano el cráneo del bufón Yorik, regalándonos el dilema perfecto para entender nuestra era. Ser o no ser, he aquí la cuestión. ¿Qué es más digno para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar armas contra océanos de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? Morir..., dormir; no más. Duerma hasta la eternidad nuestro primo muerto de Atapuerca en los cajones de asépticos laboratorios, mientras por aquí nos aclaramos antes de que pasen otros 400.000 años y demos un lamentable espectáculo a nuestros ignaros descendientes. 

Autor: Algón Editores

jueves, 5 de diciembre de 2013

COMO UN AULLIDO INTERMINABLE

Hay palabras que te acompañan toda una vida. Una extraña suma ordenada de letras que se arrastra durante años como una sombra empeñada en regalarte un consuelo, un recuerdo, una emoción o un sentimiento. Su rastro se agazapa en libros, en canciones, a veces en imágenes, en ocasiones en una mirada convertida en diálogo, a menudo en una afirmación oral que te esculpe el cerebro con la ductilidad de una arcilla, conspirando todos en silencio, al margen de su forma, para que tu identidad adquiera conciencia. Aunque el tiempo, las modas, se conjuran para el olvido, hay palabras que sobreviven. Las mismas que convierten tu cuerpo en una masa trémula y vulnerable, tu cerebro en un vértigo de emociones, tu corazón en una trampa del destino. Esas que se acoplan a un momento concreto de la existencia, liberadas de la intención del autor e incluso de la voluntad del receptor. Como todavía hoy la piel se eriza cuando los ojos recorren la tinta de aquellas palabras para Julia que escribió José Agustín Goytisolo, hace ya muchos años, en la que se desparrama que “tu destino está en los demás/tu futuro es tu propia vida/tu dignidad es la de todos”.

Unos versos que hoy cobran un especial sentido al conocer la noticia de la muerte del gran Nelson Mandela. Ese hombre atrapado para siempre en su dimensión simbólica, convertido en una memoria que ayudará eternamente a recordar a las personas perseguidas por su raza, su ideología, su género o su orientación sexual; a pensar en todas las injustamente acosadas, falsamente acusadas, indignamente castigadas por su manera de pensar, de sentir, de existir; a reivindicar a las personas prisioneras de sistemas que llenan la boca de sus voceros y mendaces monosabios de altisonantes manifestaciones de justicia y orden, pero que en realidad son el trampantojo perfecto de la injusticia.

María José Sánchez, en su novela El amor y sus tumbas, escribió que deberíamos saber que entre los vivos, con los vivos, había cosas que podían arreglarse, siempre y cuando uno no dejara escapar esas instancias que así como llegan solas se van, si no sabemos aprovecharlas o si ni siquiera logramos reparar en ellas. Una oportunidad para evitar el riesgo de convertir el recuerdo de Mandela en una empalagosa fiesta mediática, en una efímera ebullición colectiva, incluso en algo peor, en una mera anécdota histórica. Óscar Hahn, en un poema escribió “deja que sus sueños pasen uno a uno frente a tus ojos/ y sabrás con absoluta certeza/a orillas de qué rio duermen”. Por eso no puede existir homenaje más bello que imaginar los sueños de Mandela. Apropiarnos de sus ensueños y someterlos al escrutinio amable de nuestros ojos, para reconocer la orilla donde dejamos todos los días de nuestra gris existencia que dormiten los nuestros.

El poeta escribió palabras para Julia que nos acompañarán siempre, y entre ellas dijo que “tú no puedes volver atrás/porque la vida ya te empuja/como un aullido interminable”. Mandela hoy ha muerto, pero en verdad no puede morir, porque representa la vida, el destino que todos compartimos, el futuro que es nuestra propia existencia y la dignidad de cada individuo que es al mismo tiempo la de todos. Porque Mandela ya es, para siempre, ese grito infinito por la justicia que empuja la vida y nos impide volver atrás.  

Autor: Algón Editores

jueves, 28 de noviembre de 2013

DIJERON QUE NO PODÍAS VOLAR

Es fascinante releer las páginas amarillentas de un libro publicado en 1967 y comprobar que, en su primera página, en unas pocas líneas previas a la introducción, se establecieron unas pautas culturales que han condicionado las obras de ficción que hayan tratado en el pasado, o pretendan hablar en el presente, del futuro. Isaac Asimov, en su libro “I, Robot”, fijó las tres leyes de la robótica, las raíces constitucionales de toda sociedad cibernética. El autor data esa legislación en el año 2058, aunque la ubica en la edición número 56 del Manual de Robótica. Asimov, por tanto, imaginó en 1967 esas leyes promulgadas en el año 2002, hace ya unos once años…

A pesar de haber dominado la imaginación y las expectativas de generaciones, esas normas nunca han sido aprobadas por gobiernos, permitiendo así que drones, sofisticados algoritmos, el oscuro poder del big data, los increíbles procesadores informáticos repletos de parámetros biométricos y conductuales, o el colosal aprovechamiento clandestino de millones de datos personales, puedan suponer el incumplimiento de la primera de aquellas leyes, la que establecía que “un robot no puede herir a un ser humano, o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño”…Al parecer, mientras vivíamos engañados por una infantil expectativa de robots antropomórficos, una batalla silenciosa se estaba librando en todos los hogares, lugares de trabajo y espacios de ocio.

Una guerra invisible para la que esta humilde editorial quiere contribuir con su austero arsenal, concretamente, con un libro muy especial. Una obra diferente, única, a prueba contra esos robots incapaces de procesarla en los próximos mil años. En el libro Piensaciertos, de Guillem López, se realizan afirmaciones que harían estallar los circuitos del artilugio más sofisticado. Con frases como “hay que aprender a vivir despacio lo más rápido posible”, “amar es planear la locura” o “la soledad duele cuando estás acompañado”, unidas a ilustraciones que juegan con nuestra educación más sentimental, convierten a esta obra en un manual elegante, culto, bello, de supervivencia y casi de auténtica guerrilla cultural.


También con su diseño de cubierta que es una provocación, con un lomo desnudo que enseña los nervios que cosen su esqueleto, como un anticipo de su extraordinario contenido. Una realidad virtual radicalmente humana, que sirve de advertencia cuando explica que “el tiempo pasado fue futuro” y que “todo final es un principio con problemas de autoestima”. Un libro en papel que representa una brecha en el muro del turbador ciberespacio cotidiano, un foco de resistencia, once años después del 2002, que nos revela, ahora, que “todo comenzó el día en que te dijeron que no podías volar”…


Autor: Algón Editores


jueves, 14 de noviembre de 2013

DEL CUBALIBRE AL TÉ, UN VIAJE POSMODERNO

Tengo treinta y ocho años y es posible que no sea nadie. No he hecho nada trascendente, no soy popular, carezco de grandes oportunidades y mi sueldo no llega a los mil euros mensuales. Pero no siento que haya fracasado. Quiero decir que, con mi edad y con mi sueldo, vivir en el centro de Madrid, más que un fracaso, me parece una proeza”. Uno de nuestros escritores preferidos, el inefable Rafael Sarmentero, pone esta descripción autobiográfica en boca de uno de los protagonistas de su última novela, Malasaña Chai Tea, que también afirma ceremonioso que “no importa lo que hayas conseguido en la vida: tarde o temprano aparece la persona que juzga tu conquista como un fracaso”.

Los Estados Unidos de América fabricaron para solaz de la humanidad a Tony Manero, aquel joven neoyorquino que consumía sus días laborables como dependiente de una tienda de pinturas, pero que al llegar el fin de semana se convertía en el amo de la discoteca Odisea 2001, donde brincaba frenético con cuellos de camisa y perneras de pantalón tan imposibles como inverosímiles, mientras su cabello permanecía incólume gracias a dosis masivas de fijador de pelo. Una cenicienta masculina para los años 70, que sólo era importante cuando reinaba en la discoteca, mientras su hermano cura dejaba de serlo, su compañera de baile lo rechazaba como amante, pandillas callejeras aún recurrían a las navajas para sus disputas y el éxito social se consumaba en unos segundos de gloria efímera debajo de una bola de espejitos colgada de un techo invisible. Gracias a Sarmentero, España ya cuenta por fin con su propio Tony. La escopeta nacional da paso, por fin, al mileurista de barrio urbano como símbolo posmoderno de la España actual. Un héroe armado con una bolsa de té, que afirma solemne que “la sociedad quiere que juegues con sus reglas. Pero tú te resistes. Entonces encuentras la solución: hacer trampas”. Un engaño tan simple y a la vez tan antisistema como un desdoblamiento de personalidad. Algo tan inquietante y poco distinguido como vivir dos vidas paralelas mientras se paga a la hacienda pública por una sola y exigua renta salarial. Una forma de rebeldía frente a la clásica teatralidad social del fin de semana, una disidencia contra la hipnosis idiotizante de series de televisión ahítas de enigmas y ríos de sangre virtual. Una némesis social que cambia el baile discotequero por una ansiosa conservación de lo que se consigue gracias a un trabajo de mierda, enterrando así las viejas proezas de seducción y apareamiento de los sábados por la noche, inventados para olvidar la insoportable levedad del ser, de lunes a viernes.


George Steiner, en su libro En el castillo de Barba Azul, habla de una especie de gas de los pantanos, un aburrimiento, un tedio, una densa vacuidad, en los extremos nerviosos cruciales de la vida social e intelectual. También escribió que medimos nuestro actual frío teniendo en cuenta nuestros recuerdos de aquel gran verano. Como aquel ya olvidado, en el que los políticos y filósofos hablaban de un futuro mejor por venir, mucho antes de que eso fuera un privilegio exclusivo de propietarios de empresas de cacharrería informática. Hoy, gracias al libro de Sarmentero, sabemos que “58.000 palabras, 296 tés, un alquimista charlatán, una exnovia neurótica (¿o era bulímica?), un golfista vestido de luto, un antiguo (y estúpido) compañero del club de tenis y, por supuesto, un detective que no es detective en el barrio más singular de Madrid: Malasaña”, permiten destripar un presente lleno de trampas que aún está por explorar y en el que la vida debiera ser algo más que un salario basura que no alcanza ni para un pisito de barrio. Una realidad que sigue obligando a inventarse fiebres posmodernas de sábado noche siete días a la semana para sobrevivir. Porque, como él mismo escribe, en la vida sucede así con todo: lo importante es la historia. No lo que ocurre, sino lo que cuentas, porque desde los tiempos más remotos, el que manda es el que cuenta la historia. Y mentir y decir la verdad son equivalentes, siempre y cuando sepas mentir bien.



Algón Editores

viernes, 27 de septiembre de 2013

VOLVER AL MONO

Una de las ideas más dañinas e insolventes que la humanidad ha echado sobre sus espaldas es la de el darwinismo social, esa tentación de atribuir al ser humano ese principio biológico por el que los organismos vivos desarrollan diversos modelos de estrategia para sobrevivir a costa de sus congéneres, en un parasitismo tan desaforado como agresivo, que les instala en una guerra permanente de todos contra todos. Un profundo desprecio a la inteligencia del ser humano, que le niega la posibilidad de recurrir a elaborados mecanismos de convivencia que eviten pulsiones tan biológicas como primarias, tan incómodas como violentas. Hay días que uno tiene la tentación de pensar que los neardentales demostraron más recursos cerebrales que algunos individuos de nuestros días, porque demostraron más convicción en las virtudes de la colaboración que en las del egoísmo individual y la violencia en sus formas más variadas sobre los más débiles. Una teoría de la selección natural, que ha penetrado profundamente en los modelos culturales de naciones, economías, empresas, partidos políticos e instituciones públicas, que paradójicamente convive con vehementes ejemplos de su injusticia y su insultante inutilidad colectiva.
No son las sociedades más avanzadas aquellas en las que minorías exageradamente minoritarias gozan de privilegios conseguidos a costa de la pobreza de los que ellos ven como más débiles, tontos, vagos, ignorantes y enfermos. No hay más que darse una vuelta por las tiranías crueles y prehistóricas que nos acompañan desde hace años para desmentirlo. Por eso es extraño que en las últimas dos décadas se esté agravando la diferencia entre los muy ricos y una inmensa mayoría cada vez más pobre, mientras alabamos las virtudes de una nueva economía digital cuyos principios se basan en el compartir información, el acceso abierto a los recursos, la superación de la vieja geografía o la sustitución de la importancia de la propiedad por el creciente valor del acceso a servicios, seguridades, placeres y conocimiento.

Vivimos fascinados por la creciente sorpresa de ingenios tecnológicos que aspiran a hacernos más felices, y por eso nos resultan extraordinariamente incómodas esas historias que nos devuelven a la parte más fea de nuestra existencia y cuya realidad nos empecinamos en esconder. Si leen el libro “Los 33. El círculo secreto”, la trágica y aún desconocida historia de los 33 mineros atrapados a 700 metros bajo tierra durante 70 días en un lejano desierto chileno, podrán comprobarlo. Ese sutil pero viejo juego de poderes, los rancios equilibrios, las clásicas mentiras institucionalizadas, la excesiva importancia del origen, el extraño papel que juegan los medios de comunicación y eso que aún se sigue llamando información, mezclados en una coctelera reluciente por fuera pero oxidada en su interior, cuyo hipnótico contenido nos debería resultar en el paladar tan agrio como esa milonga del darwinismo social. Esa que nos ofrece falsos, artificiales y fugaces héroes de papel, de celuloide o pixelados, que consiguen despistarnos del relato auténtico de la pobreza, la injusticia social, la mentira, el negocio privado a costa de los derechos colectivos y los perversos efectos de la ausencia de la igualdad de oportunidades. Una dañina libación de ese horrendo credo que afirma sin rubor que siempre habrá ricos y pobres, y que a cada uno le aguarda el destino que está escrito de manera imborrable en su origen social, geográfico, racial o familiar. Es la nueva y sorprendente paradoja darwiniana del ser humano, una selección natural que conspira contra la propia idea de evolución. Que cosas más extrañas nos pasan últimamente, deberíamos hacer que nos lo miraran. 

Autor: Algón Editores


jueves, 25 de julio de 2013

viernes, 19 de julio de 2013

LAS PALABRAS Y LOS HECHOS

Jamás un libro demostró tanta coherencia entre lo que se escribe y lo que demuestra quien lo escribe. Hoy os regalamos unas imágenes que hablan por si solas, y que anuncian cuanta sabiduría práctica encierran los argumentos y afirmaciones que desparrama Raúl Baltar en su libro El arte de ser humano (en la empresa). Un libro que debieran leer con urgencia los gestores sabelotodo, esos directivos que confunden autoridad con conocimiento, poder con sabiduría, humildad con incapacidad, respeto con debilidad, innovación con distracción, aprendizaje con ignorancia, porque la empresa hoy está en plena metamorfosis, adaptando sus viejas estructuras a los retos que los cambios globales ya están planteando.

Quién se arriesgue a ver este vídeo se lanzará a por el libro desesperadamente. ¿Te atreves?


jueves, 27 de junio de 2013

DOS OJOS SOLITARIOS

Dos ojos femeninos solitarios y enigmáticos desahuciados de rostro alguno, inexpresivos y sólo matizados por dos labios aéreos de un rojo violento, suspendidos sobre una noche azul que coronaba el skyline de una ciudad luminosa, ardiente, festiva, como un genial zaguán estético para uno de los mayores éxitos literarios de todos los tiempos. Aquella portada de la primera edición del Gran Gatsby, del año 1925, sedujo, atrajo, incomodó e incluso hipnotizó a miles de compradores que adquirieron aquel libro mágico, bello, tan mítico como anticipatorio. Un estudioso de Fitzgerald escribió que aquella ilustración se hizo antes de estar el libro terminado, porque el escritor y el pintor trabajaron juntos para crear una de las imágenes más brillantes de la literatura americana del siglo XX. Una tesis polémica, al recordar aquellos famosos pasajes referidos al enigmático anuncio publicitario del oculista T.J. Eckleburg, en el que unos ojos escrutadores, fríos, inanimados, encerrados en unas lentes amarillas flotantes y también sin rostro, parecían vigilar las intensas idas y venidas de los protagonistas de la novela, contraponiendo la severidad de su mirada con la frivolidad y exceso de aquellos locos años 20.

El ilustrador de aquella famosa portada fue un español, algo que muy pocas personas saben o recuerdan. Un creador que fue mucho menos famoso que su hermano, que consumió su vida rodeado de estrellas mientras amenizaba con su orquesta las noches de Hollywood y Las Vegas. Lo cierto es que se ha escrito muy poco sobre Francis Cugat. Un personaje olvidado y sobre todo sepultado por la fama de su hermano Xavier. Un artista al que la vida le llevó desde su España natal a Paris, Cuba, América del Sur y Estados Unidos, donde colaboró en 68 películas de Hollywood y trabajó para Douglas Fairbanks como diseñador.

Una historia de una portada tan bella como inspiradora. Porque para un editor que goce con el arte de editar no hay esfuerzo más mágico, y también difícil, que pensar, buscar, dudar y decidir sobre una cubierta para un libro. Algón tiene el privilegio de contar con un gran artista con una vida no menos apasionante, que también le ha llevado a los dos lados del charco, y con una obra que ha recorrido los tres grandes continentes. Todos nuestros libros han sido un ejercicio de reflexión y creación, que ha perseguido integrar obras de arte en un mensaje que sintetice o inspire el contenido del libro que se edita. Miguel Carini ha sido y es muy generoso al permitirnos integrar su obra entre palabras, nombres, logos y diseños, mostrando así su pasión por los libros. Fitzgerald y Cugat pensaron en unos ojos sin rostro para explicar el exceso de una época, mientras Carini ha entregado sus mariposas y flores cuando las ha pintado sobre ese bello rostro de Jaruko fotografiado hace más de 80 años, o esa genial y oportuna rayuela, en el libro de Raúl Baltar sobre El arte de ser humano, que abre una puerta simbólica a ese juego que retrata la propia vida, o como esas poderosas imágenes que de un vistazo nos han transportado a la extraña lógica del poder, a las alambradas de las prisiones, a los rostros humillados, a la sangre de la guerra o aquel sabio apesadumbrado por los errores del ser humano.

Por desgracia, hoy abundan los libros mal editados, las reediciones de clásicos, los libros mal escritos, las ausencias tanto de autores noveles como de los riesgos editoriales que anhelan el reconocimiento de las minorías. Es la tragedia silenciosa de un mundo mágico que se desmorona por la esterilidad de un pueblo que no llora por su cultura en tiempos de crisis. Un mundo cuyos límites son siempre dos ojos solitarios, esos que releen mil veces las palabras cuando se crea, que se gastan a cada trazo de un pincel, que escrutan con pasión las propuestas para editar, que leen atentos para corregir, que vigilan para imprimir, que invitan para vender o que leen para vivir. Porque amar un libro, ser parte de su historia, de su vida, en todo el recorrido que va desde que se imagina hasta que se lee, es admitir la escasa importancia del éxito individual si no se alcanza el logro colectivo, porque la realidad no es otra que aquella de los versos de José Agustín Goytisolo, cuando escribió que Nunca la paz o el sueño/que tenga usted/serán como el gran sueño que tuvo él.

Autor: Algón Editores



jueves, 20 de junio de 2013

VICIO Y CULTURA

El público se quedó de piedra cuando al subir el telón más de trescientas personas,  bailarines, músicos y tramoyistas, impidieron el inicio de la opera Aida mientras desplegaban pancartas de protesta contra los Hermanos Musulmanes. El director de la orquesta de la Ópera de El Cairo leyó al público un manifiesto exigiendo la dimisión del ministro de cultura, mientras el público aplaudía con fervor cada una de sus palabras. Aquí algunos se escandalizan porque unos recién licenciados niegan el saludo a un ministro, mientras por esos lares se manifiestan con esa energía colectiva y anuncian huelgas indefinidas. Más allá de los sucesivos ceses de responsables culturales promovidos por el nuevo gobierno, algo no tan extraño en otras regiones geográficas más cercanas, el colmo ha sido la intención anunciada por los ultraconservadores de cerrar la compañía de ballet, porque consideran que es “un arte del desnudo que promueve el vicio”. Si es que esto de la cultura cada vez más tiene algo de vicioso, porque sea en el lejano Egipto o por tierras más próximas, es difícil entender tanta vocación y penuria en cualquier oficio relacionado con la cultura, ante esa guerra desigual que mantienen contra ese prolífico celo administrativo que alienta la extinción, ambientado en una formidable indiferencia colectiva.  

La ópera suspendida por la huelga era Aida de Verdi, una historia de celos, guerra, pasión, conquista, traición y muerte. Algo bastante común y cotidiano en el mundo de la cultura. Como le pasó a la protagonista de Fotografiar la lluvia, de Lluvia Beltrán, que por perseguir una instantánea de algo tan inasible como el agua que se precipita desde las nubes, se ve acosada y amenazada por un indeseable, con un trasfondo de pasiones y aventuras que invitan a la vida. Es que eso de capturar imágenes se ha vuelto un oficio peligroso, porque en estos tiempos retratar la vida resulta un esfuerzo más que ingrato. Es lo que tiene dedicarse a la cultura.


Dado que la palabra Aida es un nombre femenino árabe que significa visitante o regresando, ese Verdi que ahora retorna como un invitado imprevisto de una huelga en defensa de la cultura, la razón, la dignidad y contra la estupidez institucionalizada, resulta de una belleza arrebatadora. Ese Verdi compositor del Va Pensiero, el coro de los esclavos del Nabucco, y sobre todo de aquel Himno de las naciones que integró los himnos italiano, francés, inglés y norteamericano, en un mestizaje políticamente incorrecto, hoy regresa para una comedia del arte sin máscaras. Pongan un rostro conocido contemporáneo al Arlequino, al Dottore, a Pantaleone, a Scaramouche, a Pierrot o a Polichinela, y verán lo poco que hemos cambiado. Ahora que Aida lucha contra la brigada anti-vicio, Verdi regresa para denuncia de tanta estupidez concentrada y la Comedia del Arte vuelve para parodia de tanto ilustre, ya se puede confirmar que la cultura es un vicio, porque fotografiar la realidad no es actividad apropiada para gente que gusta llamarse de orden.  

Fotografiar la lluvia http://lluviabeltran.com/

Autor: Algón Editores

jueves, 13 de junio de 2013

VIBRACIONES Y FILAMENTOS

A un importante grupo de físicos le merodea estos meses una idea radical y turbadora, tras el fascinante descubrimiento del bosón de Higgs el año pasado. Años de conocimiento científico e incluso siglos de guerras, leyes, gobiernos, religiones e ideologías, pueden estar asomándose al borde del más absoluto sinsentido por una discreta sospecha que crece en el seno de ese descubrimiento científico. Tras extraños resultados de numerosos experimentos realizados en las últimas décadas, el reciente encuentro con esa partícula elemental está invitando a esos científicos a pensar seriamente que el Universo no tiene sentido. A su juicio, lo más probable es que las llamadas leyes de la naturaleza sean los efectos de cambios aleatorios, incluso caprichosos y arbitrarios, en el tejido espacio tiempo. Una realidad sorprendente, si además le unimos la polémica teoría de cuerdas, que sostiene que las partículas materiales aparentemente puntuales son en realidad estados “vibracionales” de un objeto extendido más básico llamado “cuerda” o “filamento”.

Ayer jueves, 13 de junio de 2013, la portada del Financial Times nos informaba de las tarifas de datos humanos para el reputado mercado global de bienes y servicios. Tras la penosa noticia de la Administración Obama hurgando en los cubos de basura digital de media humanidad, ahora sabemos, gracias a ese periódico, que podemos obtener por unos 85 dólares un listado de personas, con nombres y apellidos, que quieren identificar a sus padres o que acaban de comprar una casa; o una relación de seres humanos con sus datos de edad, género y residencia, que se puede conseguir por unos módicos cincuenta centavos por persona. Incluso un censo de individuos con graves enfermedades que puede obtenerse por la accesible cifra de 260 dólares. Hoy las sofisticadas computadoras se agitan alborozadas gracias a esos millones de datos personales, conectadas por invisibles hebras que transportan billones de privativas informaciones. Un espacio y un tiempo en el que la exhibición y la vulnerabilidad personales han dejado de ser noticia, para mayor gloria de un ecosistema poblado de víctimas ignorantes y propiciatorias para unos mercados refinados y efímeros, discretos y asimétricos. Un mercado persa planetario, sometido a una necesidad biológica insaciable de datos, pautas, recurrencias y dispersiones estadísticas, para poder afirmar su propia vigencia. Ahora que ya sabemos que no somos particulares materias puntuales, en esta realidad tan aleatoria como caprichosa, es para tirarse de los pelos descubrir por fin cuánta mentira se ha camuflado, siglo tras siglo, en uniformes, discursos, hábitos, lanzas, columnas, banderas, flechas, estatuas, cañones y proclamas, para acabar reptando por las redes como vulgar alimento de fibras trepidantes a golpe de vulgares hipotecas y un sin número de frustraciones cotidianas.

La vida debería ser algo más que eso, ahora que el Universo nos enseña nuestra humildad existencial. Por eso hay que sospechar de la virtualidad última de esos millones de datos que hoy nos gobiernan, mientras no demuestren que también han incluido en sus cifras a esos que nunca leyeron a Cortázar, o aquellos que no lloraron con la muerte de madame Butterfly, que tampoco suspiraron ante la belleza de una Venus, que nunca gozaron con la mirada fascinada de un niño que oía de sus labios un cuento, de aquellos que jamás se emocionaron con los filamentos vibrantes de poderosos versos, párrafos, rimas, viejas melodías, proezas extraordinarias y aventuras imposibles. Hay que sospechar, tras descubrir que el universo no tiene sentido y que las leyes de la naturaleza no son sino resultado del azar, del desprecio del ser humano al prodigio de la inteligencia para vivir mejor que sus antecesores. Sospecho, por fortuna, que no va ser fácil librarse de tanta sospecha, mientras todavía alguien sea capaz de encontrar pequeños tesoros que están al alcance de cualquier mano, moderando la importancia de esa masa de noticias superfluas que navega impunemente, entre piratas impresentables y patéticos poderes, tras la tecla que se obstina silenciosa frente a su dedo. Bendita sospecha íntima y particular, que permite respirar entre tanto sinsentido universal, de todos aquellos que aman, imaginan y sueñan, haciendo algo tan solitario, radical y por desgracia minoritario, como gozar de ese universo consentido en las páginas de un libro. ¿Quiénes serán todos esos desgraciados que se perdieron la felicidad mientras vivían conectados?

Autor: Algón Editores


viernes, 31 de mayo de 2013

PÁGINAS EN BLANCO


Que un libro refleja la vida se evidencia en la expresión cotidiana “pasar página”. Ese dejar atrás lo que fue para aventurarnos en lo que podrá ser. Aunque el filósofo francés Michel Serres dijo que no existimos sin un relato de nosotros mismos, ahora más que nunca es oportuno preguntarse si estamos ante un relato por escribir o ante la fatalidad de un montón de hojas en blanco por delante. Porque convendrán que los tiempos actuales parecen empeñarse en someter al homo sapiens a una impúdica desnudez, precariamente camuflada por funestas regresiones históricas. Este siglo XXI en el que la humanidad sigue siendo vulnerable al problema de la supervivencia, especialmente agravado por una estupidez en forma de obligaciones y cargas superficiales, que aparecen ridículamente como imprescindibles para sostener un cierto decoro de ciudadanía.

Serres escribe que estamos ante una nueva humanidad, a pesar de que las nuevas tecnologías sean demasiado antiguas en sus objetivos y alcances, y extraordinariamente nuevas en sus realizaciones. Precisamente en un momento en el que el conjunto de las ciencias ha dado lugar a un gran discurso, que se desarrolla como un río que constituye actualmente el fundamento de nuestra cultura. Una nueva situación que como advierte este filósofo no está definida por el éxito de lo virtual, porque todo ese actual ingenio desplegado palidecería ante el virtuosismo del teorema de Pitágoras o invenciones como el número 0. Igualmente virtual que aquel hilo invisible que en el pasado ligaba la realidad del ser humano con su vocación de soñador de futuros. Como esa extraordinaria coincidencia de los numerosos relatos en los que abundaban los rebeldes como protagonistas, como Guillermo Tell, Ivanhoe, D´Artagnan, Peter Pan, el Conde de Montecristo, Robin Hood, Nemo, Tom Sawyer, incluso el Mío Cid, con un planeta ocupado por una mayoría de agricultores que sólo poseían la imaginación como arma contra su realidad. Probablemente nos quede todavía algún rescoldo de nuestro pasado rústico, en esa ensoñación tan habitual como urbana, que asocia liberación con la huida de la ciudad y el refugio de una casa austera, sólo rodeada por el gorjeo de los pájaros y el paso del viento entre las ramas. Hilos virtuales del pasado, en los que habitaba un mal dotado de personalidad reconocible, y cuya desaparición abría las puertas a un futuro en el que reinaría para siempre la felicidad colectiva. Una hilaza que tal vez se rompió cuando el poder dejó de tener rostro, de ser reconocible, visible, agresivo, inalcanzable; para pasar a ser plebeyo, disperso, seductor, cercano, aunque informe.

Pensando en los cantos de algunos pájaros, el problema no proviene de ese empeño en reducir el relato del mundo a una inmisericorde acumulación de párrafos limitados a 140 caracteres. O de la queja de Serres, que hace unos años protestaba porque en las paredes de París había más letreros en inglés que alemanes durante la ocupación nazi. La contrariedad no reside en los formatos, soportes o lenguajes. Los libros, los diálogos, los intercambios de conocimiento, las miradas sabias o cómplices, el mestizaje, encarnan la vida. Por eso hay pasados que habría que entender bien antes de pasarlos con apresuramiento; por eso habría que evitar ese aire de superioridad que gusta de despreciar el poder de la imaginación, de la fantasía, y que además disfruta con la infantilización de las parábolas, las utopías o de las fábulas. Porque la verdadera amenaza crece ante nosotros cuando por delante no hay nada más que páginas en blanco, cuando no se atisba nada más que una fatalidad del vacío tan penosa como insoportable. 

Autor: Algón Editores

jueves, 23 de mayo de 2013

EL PRECIO DE UNA MANZANA


Para ser más precisos, nueve manzanas le han costado a un particular 41,6 millones de dólares, en una subasta celebrada hace unos días en Nueva York. Claro, no son unas manzanas corrientes, porque estas las pintó Cézanne. Ya que estamos hablando de manzanas, el Gobierno francés, por estas mismas fechas, ha anunciado un nuevo impuesto que grave los smartphones, tabletas y demás dispositivos conectados a internet, para poder dedicar más recursos a la cultura, a la defensa de lo que llaman la “excepción cultural” francesa. El ministro del ramo ha declarado que los fabricantes de estos aparatos tienen que ayudar a los creadores con parte de los ingresos obtenidos por sus ventas. En el informe de la comisión gubernamental que apadrina esta iniciativa, se afirma que “es legítimo corregir los excesivos desequilibrios de la economía digital”, aplicando los impuestos no a los creadores, sino al beneficio que se obtiene por la difusión de su obra.

Es sabido que nuestros vecinos tienen amplia experiencia en leyes diseñadas para apoyar la cultura. Como esa obligación de las emisoras de radio de emitir una cuota de música francesa o la fiscalidad especial para las compañías de televisión y distribuidoras de contenidos para la financiación de películas. Ya sabemos que eso de aplicar cuotas, fijar impuestos especiales, apoyar la cultura con recursos públicos, a algunos les produce urticaria por nuestros lares, pero basta con remitirse a la estadística para que cualquier comparación resulte más que incómoda. A esos escépticos interesados yo les recomendaría el fascinante libro Turningon the mind, de Tamara Chaplin. Una obra que analiza la aparición de filósofos en la televisión francesa desde la posguerra y que demuestra la falacia del argumento de que la oferta cultural se ajusta a lo que la gente demanda, porque el enorme interés público en estos programas emitidos en franjas de máxima audiencia, durante más de cincuenta años, lo desmiente radicalmente. Los hechos cantan, a finales del siglo XX, más de 3.500 programas televisivos contaron con la presencia de filósofos, a pesar de la privatización de la televisión de los años 80.

Tamara Chaplin explica que esa complicidad entre filósofos y medios de comunicación hunde sus raíces en las necesidades de una Francia que se pregunta por su identidad como nación y que siente la necesidad de desarrollar un nuevo orden político y económico de posguerra, en el que la descolonización, la modernización y la globalización se integren en un relato de auto-confianza colectiva, en el que debe acomodarse su tradición cultural con su posición en el mundo. Como ella misma dice, “la fascinación de los ciudadanos franceses por su filosofía televisada enlaza de forma inextricable con el conjunto de esperanzas y ansiedades sobre lo que Francia significa en un mundo cambiante”.

Alguien escribió que cientos de millones de personas vieron caer manzanas de un árbol, pero sólo uno se preguntó por qué. Mientras en nuestro país la cultura creativa, la sana competencia, la apuesta por nuevos valores, la independencia intelectual, el pensamiento crítico, la actualización de nuestra identidad cultural, la globalización de nuestras obras y creadores, incluso la resistencia a la colonización cultural, agonizan en medio del silencio colectivo, nos solazamos confiados e ignorantes del verdadero precio de las manzanas que nos rodean, mientras sobrevivimos ufanos y embobados ante esa ley de la gravedad de la que no acabamos de comprender los principios que la inspiran.

Autor: Algón Editores

jueves, 9 de mayo de 2013

CAPTURANDO EL GRAN PEZ


El famoso director de cine que nos hipnotizó con series y películas como Twin Peaks, Mullholland Drive, Blue Velvet o Inland Empire, ha escrito un libro, “Catching the big fish”, en el que relata su método para capturar y trabajar ideas. En esta obra, David Lynch afirma que “si quieres capturar un pez pequeño puedes quedarte en aguas poco profundas. Pero si quieres apresar un gran pez tienes que ir hacia las más profundas. Porque allí, en el fondo, los peces son más poderosos y puros. Son enormes e imprecisos. Son muy hermosos. Yo busco una cierta clase de pez que es importante para mí, uno que pueda traducir al cine. Aunque hay muchas clases de peces nadando por allí abajo. Hay peces para los negocios, peces para los deportes, hay peces para todo. Todo, cualquier cosa que sea algo, viene del nivel más profundo”.

Aguas oscuras como aquellas en la que navegaban los bajeles que surcaron la cuenca mediterránea de aquel mercader toscano medieval, Francesco di Marco Datini, que renunció a vivir con su esposa y a tener hijos por el terror a perder su fortuna. Cuando gracias a una casualidad se encontró su archivo personal en el siglo XIX, entre sus abundantes documentos se encontró su maravillosa correspondencia personal con su amada Margherita. Al final de sus días, Datini, el genial precursor de la banca privada y la letra de cambio, entre otros ingenios mercantiles de su cosecha, se quejaba amargamente a su amada de su trágica vida dominada por el miedo y la renuncia a la felicidad. Recordando a Datini, podríamos convenir que hoy la única victoria perdurable, de las viejas revoluciones del siglo XX, es otro ingenioso constructo de la febril imaginación mercantil, la del crédito al consumo. Ese éxito que extrañamente alojaba en su seno el germen de un tipo nuevo de infelicidad, la ilusión de la libertad como una siniestra fachada de la deuda individual. Un cambio radical que transformó definitivamente las categorías sociales y mejoró las condiciones de vida de millones de personas, pero que al mismo tiempo empujó al ser humano a convertirse en algo diferente a sus antepasados. Cuando parecía que una cierta idea de política había conseguido domesticar por fin a los mercados, la mayoría se deslizaba en una corriente extraña, esa que hacía de cada individuo un rehén de sus obligaciones económicas a lo largo de toda su existencia. Esa que hacía quebrarse a los ciudadanos en la intimidad, materializando una suerte de democracia demediada, una fábrica perfecta de seres infelices y a menudo solitarios, en la que un poderoso anhelo de propiedad privada se confundía con una tímida voluntad de libertad.

Aunque llevamos demasiado tiempo pescando en aguas superficiales, renunciando a los peces de los mejores sueños por evitar bucear donde no se hace pie, siempre queda una última oportunidad. En la película Mulholland Drive el personaje de Betty preguntó “¿alguna vez has hecho esto antes?”, Rita le replicó “no lo sé, ¿lo has hecho tú?”, a lo que Betty respondió “quiero hacerlo contigo”.  

Autor: Algón Editores


viernes, 3 de mayo de 2013

VERGÜENZA Y BANALIDAD


Hace unos pocos días el New York Times publicaba un pequeño reportaje sobre un grupo autodenominado Poetas en Lugares Inesperados. Cinco poetas y una cantante armada con su guitarra, que leen y tocan su obra en un vagón del metro, una plaza, una tienda de comida, un autobús urbano, luchando contra la desidia de viajeros apresurados que esconden su mirada en un periódico o fijan su mirada en un infinito improbable protegidos por sus auriculares, atentos al más mínimo gesto de atención para sentirse reconocidos. Pero poco a poco van consiguiendo pequeñas victorias, como esa ocasión en la que todos los pasajeros se les unieron en un coro imprevisto, o esos temblorosos móviles que cada vez con más frecuencia graban la declamación de un poema para disfrutarlo más tarde en la intimidad o para sorprender a un ser amado. 
Un ejemplo perfecto de los rocambolescos vericuetos que las expresiones culturales contemporáneas han de recorrer para conseguir un público. En esta extraña regresión histórica que estamos viviendo, en el que asistimos a un democrático distanciamiento entre clases sociales y a una educada extinción de la clase media, la cultura parece haberse convertido en una víctima propiciatoria. Podríamos llamarlo el síndrome “del Mesías”, porque la cultura parece haberse convertido en algo parecido al violín más famoso del planeta, el Stradivarius llamado el mesías, que fue donado por una familia al Museo Ashmolean de Oxford con la condición insalvable de que nunca se volviera a usar como instrumento musical y quedara atrapado para siempre en una vitrina. Un violín que ya no es un violín. Como aquellas ruinas arqueológicas que servían de fondo en los retratos de los nobles en el siglo XVIII. La cultura convertida en una excusa comercial, en un producto acumulativo, indistinguible, fácil, común,inhumano, pasivo, autosuficiente, sin intermediarios, abundante, perfecto para un consumo voraz e inmediato. La victoria definitiva del canal de venta sobre el producto.
Un escuálido triunfo mercantil que en verdad resulta pobre, excéntrico, ruidoso, feo e insalubre. En realidad, una guerra asimétrica librada por la extinción del patrocinio público y privado, que enfrenta a un Goliath en forma de concentración internacional de las llamadas industrias culturales; de tolerancia institucional con las cadenas oligopólicas de producción, distribución y consumo; de penosa legitimación de dudosas e interesadas interlocuciones; de impresentable indiferencia ante el cierre de galerías de pintura, pequeñas librerías, editoriales independientes; de abuso colonizador y empobrecimiento de lamentables bestsellers y exponenciales crecimientos de audiencias gracias a la consolación contemplativa de basura en imágenes; frente a ese David materializado en cada creador que compone, escribe o pinta en soledad, en ese editor que invierte en cada obra como si la vida le fuera en ello, en ese galerista que defiende con pasión cada cuadro expuesto en una de sus paredes, ese poeta que declama en un autobús sin más arma que su propia voz y un trozo de papel, en esos generosos francotiradores anónimos motivados por el amor a la verdadera cultura y esos blogueros que no se dejan influir. Esta es la batalla cultural de nuestra época, esa que se alimenta de la falsa creencia de una república independiente de cada casa, gobernada sobre ese puñado de euros que confunde libertad con propiedad, belleza con consumo, conocimiento con ingestión, esa de zoquetes que no distingue entre democracia y mercado,entre vergüenza y banalidad.

jueves, 25 de abril de 2013

DE COLORES


En el último libro que escribió Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los colores, se puede leer que “en el cine a veces se pueden ver los sucesos de la película como si estuvieran detrás de la pantalla y como si ésta fuera transparente, algo así como una vitrina”. Ludwig prosigue afirmando que “se podría pensar que estamos imaginando una vitrina a la que podríamos llamar blanca y transparente. Y, sin embargo, no nos atrae llamarla de ese modo”. “Tal vez diríamos de una vitrina verde: le da color a las cosas que están detrás de ella, sobre todo al blanco que está detrás de ella”. “¿Se diría de mi vitrina ficticia del cine que le da a las cosas que están detrás de ella una coloración blanca?”. Según la Wikipedia, “el blanco es un color acromático, de claridad máxima y de oscuridad nula” (sic), que habitualmente simboliza en occidente la pureza, la inocencia, la paz e incluso la castidad de una dama, pese a que en otros países se asocie al luto. Un consenso tan amplio como sospechoso, sobre todo al conocer que, según la mayoría de los científicos bien informados, en el cosmos la energía oscura supone el setenta por ciento de todo lo que existe, mientras que la materia conocida no supone más que el cinco por ciento y el resto es la también misteriosa materia oscura.

Es más que probable que hasta ahora hayamos vivido bastante engañados, cómodamente instalados en las butacas de un cine global, atiborrados de grasas saturadas y azúcares adictivos, en el que un filtro unidimensional nos blanqueaba la visión con una realidad artificial. Además, parece ser que por culpa de la atracción gravitatoria el cosmos estaría frenándose. Si es que no ganamos para sustos, el universo se desacelera y la oscuridad domina la mayor parte del espacio. Eso podría explicar qué está pasando, porque no es normal tanta mala noticia, tanto desgobierno, parlamento liviano, economía atrapada, carencia de ideas y ánimos por los suelos. Todo se debía a una poderosa fuerza cósmica extraterrestre. Esa que alienta tanta oscura monocromía. Ese empacho de pensamiento único, esa concentración universal de gustos y costumbres, esos monopolios culturales, esas megacorporaciones sin alma y sin patria, ese vértigo por el disidente, ese incordio del diferente, ese temor por el pequeño díscolo, esa paz en la mentira institucionalizada y tan excesiva recurrencia de indignas derrotas.

Como aquella vieja canción que se titulaba “de colores”, que en una de sus estrofas afirmaba osadamente “son colores, son colores de gente que ríe, y estrecha la mano. Son colores, son colores de gente que sabe de la libertad”.Porque ahora entiendo que el ansia de justicia, la noble empresa de la igualdad, el anhelo de libertad, el deber de la equidad, el valor de la fraternidad, componen ese cinco por ciento de materia que conspira contra la oscuridad. Ese modesto policromo radical, humano, penoso, visible, que se arriesga, que distorsiona, que confunde, como esa vitrina verde que da color al blanco que se oculta tras ella.

Autor: Algón Editores

jueves, 18 de abril de 2013

UNA TEORÍA DE LA DISTRACCIÓN


Como en un truco de magia, la distracción sirve al engaño. Nos pasamos media vida fijando la atención en situaciones que por desgracia nos ocultan aquello que debiera ser advertido con mayor interés. A menudo nos envuelven con tramas, enredos, escenificaciones, engaños y provocaciones, que tienen la dudosa virtud de camuflar comportamientos dominados por algo tan viejo y tan simple como la codicia, la ambición, la envidia o la traición. Lean o escuchen cualquier noticia de estos días y piensen en ello. Se suceden siglos, generaciones, geografías, siempre protagonizados por infinitas reproducciones de esos vicios tan humanos como una maldición perpetua. Esa, a la que algunos le suman una morbosa fascinación por su oscura contemplación, ayudados por un confuso universo de matices.

Tal vez no exista obra literaria que mejor lo refleje que Otelo de William Shakespeare. Es muy significativo que el maligno personaje de Yago tenga más parlamentos que el propio protagonista, el moro de Venecia, convirtiendo así esta historia fatal de celos en una brillante teoría de la miseria humana. Un relato que disecciona esos oscuros mecanismos por los que una solitaria ambición de poder puede provocar una tragedia. Como decía Rodrigo en Otelo, esa “receta para morir cuando la muerte es nuestro médico”. Con motivo de una nueva representación en Londres de esta obra, el actor Rory Kinnear ha declarado en una entrevista que a todo el mundo le fascina el personaje de Yago, porque “coloca a la audiencia en una posición en la que les gustaría detenerlo, para que las cosas pudieran seguir hacia delante”. 

Pilar Velasco, en su prólogo del libro #DemocraciaHacker, escribe que “como la fuerza del giro de la sociedad y gobiernos es imparable, para evitar que el eje se fracture y salten por los aires ambas partes qué mejor que ponerse manos a la obra”. Y para empezar, una vez superado el interés morboso por distracciones como esas leyes bienintencionadas que sirven a intereses contrarios a su propósito, esos monólogos públicos que contradicen su propia excusa, los soliloquios para eludir la verdad, sofismas para ocultar la incapacidad, ruidos artificiales para impedir la armonía de la normalidad, o el embeleso por la fatalidad que merodea al famoso de turno o al poderoso de antaño, ha llegado el momento de trabajar contra el riesgo de un destino aciago para una sociedad con problemas.

En una ocasión Yago le dice a Rodrigo “sois uno de esos hombres que no servirían a Dios si el diablo se lo ordenara”. A lo que tercia Brabancio “¡Eres un villano!”, respondiendo Yago “y vos…sois un senador”. Pero más allá de excesivas analogías, el cinismo cómplice lo expresa Emilia, otro personaje de esta obra, cuando afirma que “¡bah! La iniquidad no es una iniquidad sino para vuestro mundo, y temiendo al mundo por haberla cometido, no sería iniquidad en un mundo vuestro, lo que os permitiría bien pronto repararla”. Tras tanta bajeza moral, Desdémona suspiraba porque el cielo le inspirara “costumbres que permitan no extraer mal del mal, sino mejorarme por el mal”.Porque a pesar de tanta distracción, esta sociedad está saturada de chapuceros trucos de magia y le sigue fascinando esa posibilidad de evitar lo que no funciona bien para que las cosas sigan hacia delante. Y nada mejor que las palabras del propio Otelo, en el Acto III, para evitar esos fútiles aturdimientos, “no, Yago, será menester que vea, antes de dudar; cuando dude, he de adquirir la prueba; y adquirida que sea, no hay sino lo siguiente.."

viernes, 12 de abril de 2013

POR UN PUÑADO DE DOLARES


El visionario líder de Amazon, Jeff Bezos, en una ocasión afirmó que “en el Viejo mundo, el 30 % de tu tiempo era dar un buen servicio y el 70 % para promocionarlo. Dale la vuelta”, porque según un cálculo de su propia empresa, 0,1 segundos de retraso en el acceso a una página supone una caída del 1% en la actividad del consumidor. Sebastián Muriel, en su prólogo del libro Social Commerce, 100 consejos para vender en internet, afirma que “el reto que tenemos ahora es conseguir evitar ser parte del ruido que nos empieza a abrumar, y convertir un mensaje en relevante para cada una de las personas que intercambian información todos los días en las redes que nos conectan a todos”, y además propone no dejar de vista tres cuestiones fundamentales a la hora de preguntarse hacia dónde vamos: la innovación de la comunicación social, la experiencia de usuario y la reinvención de los modelos de negocio.
Según una reciente estadística del U.S. Bureau of Labor Statistics, para el 2020, dentro de 7 años, cerca de 65 millones de norteamericanos serán trabajadores freelance, temporales y empresarios que contraten a terceros, un 45 % de la población activa. Toda una revolución del mercado laboral que cambiará radicalmente los procesos educativos, productivos, laborales, espaciales y personales. Chris Anderson, tan provocador como siempre, ha escrito que “la gran oportunidad es la habilidad de ser a la vez pequeño y global. Artesanal e innovador. De alta tecnología y lowcost. Comenzar pequeño para llegar a ser grande. Y, sobre todo, creando la clase de productos que el mundo quiere pero que aún no conoce, porque esos productos no se ajustan a la economía de masas del viejo modelo”.
Mientras eso llega, usted puede encontrar uno de los sitios más inquietantes de internet si teclea la palabra Fiverr. En ella podrá encontrar escritores, músicos, economistas, artesanos, informáticos o compositores, que les venderán su trabajo por cinco raquíticos dólares. Un mercado de servicios que ha crecido desde 2011 un 600 % y que hoy le ofrece más de 1,3 millones de ofertas en 200 países. Un contrato, un plan de negocio, una invención, un diseño, conviven en este mercado, en igualdad de condiciones y precio, con el admirador secreto que nunca tuvo, un desconocido disfrazado de zombie, un vídeo cutre con una amenazante canción personalizada, una clase de baile enlatada o incluso un perro que puede pintar su nombre en un cartón, todo revuelto a mayor gloria de las antaño reputadas habilidades, profesiones y estudios. Como si por fin exprimiéramos todas las consecuencias de vivir en una sociedad lowcost, sin control de caducidad de sus defectos y carencias, plagada de consumidores voraces, llena de ruidos y sostenida gracias al dominio de un pensamiento tan leve como gratuito.
Es posible que la mano invisible hoy se parezca mucho a un tramposo juego de manos, porque la mayoría coincide en lo vetusto de muchas instituciones contemporáneas y las ideas convencionales que las sostienen. Esas que parecen llevarnos a que mañana valgan igual un libro, un cuadro, el consejo de su abogado o las gracietas del chihuahua de su vecino. Para algunos una oportunidad, la liberación definitiva del ser humano del trabajo por cuenta ajena; para otros,el anticipo de una tragedia dickensiana. Mientras se despeja el asunto, resulta clave esa invitación a reinventar el presente, revisar los modelos, dar la vuelta a las cosas, evitando los ruidos, innovando la comunicación social, y, por encima de todo, atendiendo a la experiencia del usuario, dando más importancia a la calidad del servicio que a su publicidad. No vaya a ser que tanta ensoñación pesimista por el futuro, tanto debate institucional inútil y tan excesivo recreo en los procedimientos sin sustancia nos distraigan, y de paso, a otros les permita venderse por un exiguo puñado de dólares. 

Autor: Algón Editores


jueves, 4 de abril de 2013

EL REGRESO DE ROSEBUD


Un oxidado cartel cuelga de una tela metálica, advirtiendo que está prohibida la entrada. Es de noche y reina una niebla impenetrable. Tras unas pesadas puertas de hierro, dos monos se asoman tras las barrotes de su jaula y la silueta de dos góndolas nos sorprenden. Vemos la fachada de una lúgubre y fastuosa mansión, en la que una luz solitaria nos advierte de vida humana. Tras apagarse por sorpresa, en un calculado cambio de perspectiva, nos encontramos en una oscura habitación, en la que el amanecer se anuncia tímidamente tras un gran ventanal. Una nieve inesperada nos distrae, hasta que comprendemos que es un polvo artificial que sobrevuela una casita encerrada en una esfera de cristal, que se desliza de una mano antes de que unos labios pronuncien una palabra solitaria, contundente, misteriosa. Después, aquella bola cristalina, tras su accidentado descenso por unos mullidos escalones, se rompe en mil pedazos, de los que uno nos muestra la entrada de una enfermera que, silenciosa, cubre con una sábana el rostro mortuorio del protagonista de aquella voz.

Rosebud, tal vez un trineo de madera, la inocencia perdida, el recuerdo de una familia feliz, el rescoldo de un sentimiento, un pasado sin retorno, la trágica infelicidad camuflada tras la inmensa riqueza y poder de Kane, o la simpática maledicencia del sabio Gore Vidal, que afirmaba que ese era el apodo que dedicaba el excéntrico Randolph Hearst al clítoris de su amante Marion Davis. El polémico Hearst levantó un imperio de comunicación, con más de 28 periódicos de ámbito nacional, numerosas revistas y emisoras de radio. Inventó la prensa amarilla. Y además coleccionó obsesivamente piezas de arte que acumulaba sin desempaquetar en su enorme mansión.

Hace pocos días, el imperio Hearst ha sorprendido a todos al anunciar una inversión de 15 millones de dólares en una colosal imprenta en Nueva York para sus periódicos. En el Financial Times se ha escrito que son los únicos dueños de medios de comunicación en el mundo que han invertido, en los últimos tiempos, en una máquina para tinta y papel. Uno de los biznietos de Hearst ha declarado que la impresión de papel está aquí para quedarse al menos hasta el resto de nuestros días, gracias a las enormes posibilidades que ofrecen las tecnologías digitales. Un editor californiano ha suscrito esta tesis, afirmando que su modelo se basa en “ofrecer a sus suscriptores más valor, gracias a una sala de redacción más robusta en un papel físico más robusto. Tan simple como eso”. Además, en la revista Fast Company se ha publicado su último ranking de las 50 empresas más innovadoras del mundo, en el que destacan fabricantes y distribuidores de zapatillas deportivas, muebles, ropa y libros. En un editorial ironizaban con la ausencia en su listado de compañías como Facebook o Twitter.

Noticias tan imprevistas como chocantes. Algo extraño debe estar pasando, para que libros y periódicos de papel, sillas de madera, zapatos de piel y vestidos de tela vuelvan a ser negocios innovadores y rentables. Tal vez sea este un rosebud de nuestro tiempo. El recuerdo de una felicidad olvidada, el rescoldo de una antigua pasión, la reivindicación de la inocencia o una vieja sensación recuperada. O, por el contrario y con suerte, tal vez este sea el guiño pícaro y vindicativo de una vieja complicidad tan discreta como conveniente. Es posible que estemos ante un nuevo enigma tan extraordinario como inopinado, tan sorprendente como oportuno. Este es el misterio que aún encierra la belleza y el poder de una simple palabra. Rosebud.

Autor: Algón Editores